jueves, 20 de octubre de 2016

Barbara Cassin. La nostalgia

Barbara CassinLa nostalgia. Ulises, Eneas, Arendt. Editorial Nueva Visión, Buenos Aires, 2014.


Quand donc est-on chez soi? (¿cuándo entonces está uno en su hogar?) es la prengunta que completa el título en francés. Bárbara Cassin se propone liberar al sentimiento de la nostalgia del sentimiento de pertenencia.
La nostalgia tiene dos caras, nos dice; una es el arraigo, las raíces, y la otra son las andanzas, la errancia por el mundo “por necesidad de tomar aire y con ganas de andar…”.
Con la Ilíada y en la Odisea hace notar que  Ulises aun no ha regresado cuando ya está en su casa y que Eneas retorna a sus orígenes cuando llega a un país extranjero. El exilio de este último se convierte en regreso al origen porque el origen es otra cosa que lo que se creía.
Tanto el origen como la nostalgia serían construcciones culturales. Abordados así, la segunda no es la añoranza de la propia tierra, hasta el punto de que la odisea de cada uno de nosotros consista en regresar a una tierra que no sea la nuestra.
El politropismo es propio de un retorno no unidireccional ni claro en cuanto a su meta. Pero la retrospección requiere de un punto de origen y éste es una ficción, una fijación (fixion, lo escribe Lacan) que indica a dónde se añora volver.
Se establece una relación no simple entre lo adentro y lo afuera, entre el viaje y el arraigo, entre el exilio y la patria. Es la topología de lo éxtimo. Finalmente, se trata siempre de la lengua: Hannah Arendt siente nostalgia por, retorna a, y conserva, sólo su lengua; ella es su patria esté donde esté.
De la Europa anterior a Hitler “seule demeure la langue maternelle”, dice Arendt. La lengua materna se vuelve la tierra perdida o conservada porque sólo ella permite la invención, la poesía, el saber-hacer. Las lenguas adquiridas, aunque sea a la perfección, no podrán ofrecer este material flexible y vivo con el que está amasado el inconsciente. De las otras lenguas nos servimos, la lengua materna se pone en acto sin que lo sepamos, es un saber que nos excede.
Así, “la fuerza política del lenguaje depende de su efecto de performance”, dice B. Cassin.
No tenemnos una lengua materna, ella nos tiene porque suena en nosotros desde el tiempo cero. Y no obstante eso somos políglotas. Cada lengua es una forma de pensar, es decir una gramática, y el ser de cada cosa se escabulle siempre.
El objeto se sustrae, pero no por lo que creemos. No porque nuestra percepción sea imperfecta o engañosa. Se sustrae porque la lengua que se extiende como una mano para agarrarlo es múltiple, y fundamentalmente equívoca. El equívoco de la lengua ( es decir lalangue) vuelve al mundo incierto. Tanto una sola lengua por entrañar lo equívoco, como todas las lenguas en sus relaciones entre sí por llevar el equívoco a su máximo exponente, hacen que las cosas sean intrínsecamente diferentes de ellas mismas.
Sumergirse en la traducción imposible y navegar en la equivocidad de las lenguas, en los sentidos estallados y en las homofonías y homonimias, aleja del riesgo que lleva consigo la pretensión de lo unívoco: la uniformidad, el totalitarismo, la verdad Una.



martes, 4 de octubre de 2016

La vacilación de Hamlet y la decisión de Shakespeare - Bonnefoy

 Yves Bonnefoy: La vacilación de Hamlet y la decisión de Shakespeare. El cuenco de plata, Buenos Aires, 2016.

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Hamlet ama a su padre pero no puede abrazar el orden establecido que él representa. La hipótesis de Yves Bonnefoy es que Hamlet adhiere a un nuevo comienzo, a una refundación. Pero aún más que eso: “words, words, words” sería la expresión, en boca de Hamlet, de la vanidad de todo sentido o significación y no solamente el deseo de sustituir unos valores por otros. Elsinor es corrupta y violenta; pero es también el imperio de una palabra muerta, desmembrada y estéril, en la que prevalece la forma plegada sobre sí misma y separada de la existencia. La esclerosis de las palabras es solidaria de la obsolescencia del orden social.
Aquí es donde Y. B. empalma con una concepción de la poesía que hace suya y que también le atribuye a Shakespeare. Es la que produce acontecimiento o acto con su materialidad sonora y rítmica, esa que no se doblega a la métrica ni a la rima para hacer caber una significación en ellas. Una poesía cuyo verso es “la punta de lanza que desgarra en el discurso las representaciones de cosas y de seres que el pensamiento simplemente, ordinariamente conceptual corre el riesgo de reificar”.
¿Cómo no ver enseguida, diremos nosotros, el parentesco profundo de esta idea del verso con la finalidad que Lacan le otorga a la interpretación psicoanalítica? A través de la cual “la verdad se especifica por ser poética”. “Hay más por encontrar en el ejercicio de la palabra que la significación más o menos renovada o mejor dicha”, dice el autor de este libro.
El amor de y por Ofelia sería la vía, si Hamlet pudiera consentir a tiempo, que lo transportaría en el intento de reformulación de los valores de la sociedad de su tiempo. Es desde el amor que su vacilación podría haberse resuelto.
La mujer, entre una modernidad naciente y un Medioevo aún no lejano, se desdobla entre Ofelia y Gertrudis para hacerse representante de un goce fantasmático que se teme y al que se quiere desesperadamente poner en caja, si es que desde ahí no se salta al extremo de una figura ideal e impoluta, e igualmente irreal y estéril. El maniqueísmo imperante en relación a lo femenino impide en todo caso a la mujer ser el otro, el par, el compañero igual.
Con el “teatro dentro del teatro” el príncipe busca hacer aparecer a Claudio como su imagen especular, ya que ejerce una fascinación sobre él que es producto de un oscuro punto de identificación. Ciertamente, Hamlet no quiere el poder que confiere la traición y el asesinato, ni siquiera el poder a secas; pero es capaz de degradar el amor por Ofelia así como de postergar su misión de venganza con argumentos endebles.
Y. B. desplaza el acento puesto, en el drama, sobre El asesinato de Gonzago, la escena sobre la escena, para ponerlo sobre la Muerte de Príamo, pasaje sobre las últimas horas de Troya, que emociona profundamente a Hamlet y se hace recitar por los actores que instantes después representarán la infructuosa Ratonera.
En este desplazamiento se asienta una tesis, no sobre Hamlet sino sobre el propio Shakespeare y su concepción del teatro y la poesía, la cual aspira romper el molde convencional del soneto y transgredir el corset semántico para plantear una poesía y un teatro en ruptura con él, de una eficacia distinta.
Pero además esa pieza preliminar vale por su contenido ya que Hécuba, en su grito desgarrador frente a la muerte de su marido, se constituye en el exacto revés de Gertrudis, la madre que Hamlet todavía ama y de la que espera un signo de remordimiento. Si, posteriormente, La ratonera hubiese servido menos para atrapar a Claudio que para despertar a la reina, Hamlet habría podido consumar su amor por Ofelia y llevar a cabo la venganza encomendada por el espectro.
La representación de La ratonera, con su prosa pesada y rígida, es un habla que resiste, opuesta a un habla performativa y lúcida; es esto, dice Bonnefoy, mucho más que la pretendida trampa que probaría los pecados del rey usurpador. Esa palabra resistente, que termina por vencer en la tragedia, es una muestra del aspecto más pobre de la poética, el más disciplinado y menos proclive al acto.
Cerca ya del final la confrontación será con Laertes. Joven y fuerte como el mismo Hamlet, es sin embargo su negativo puesto que se inserta cómodamente en el orden social imperante, y lejos de cuestionarlo lo reivindica en sus estereotipos. Es esto lo que Hamlet, según Bonnefoy, escucha en la escena del cementerio: más allá del dolor del hermano, el señorío de la representación y de los universales que dejan fuera lo vivo de una vida particular. Por eso se enfurece y se arroja sobre él con la fuerza de su verdadero amor por Ofelia.
El devenir del personaje Hamlet es “la cifra de las alienaciones que la poesía debe desarmar”. Se debate, como cada uno de nosotros, en la repetición y el síntoma, antes de cierta liberación de la palabra que dejaría paso al acto.
En Hamlet hay más, dice este profundo conocedor de Shakespeare, que una conclusión en la muerte y en el sinsentido absoluto luego de la hesitación y los actos de término erróneo, de las contradicciones y de la ocasión repetidamente desperdiciada. Y ese “más”, subyacente al desenlace nihilista, está en una relación indiscutible con lo que llama “la decisión de Shakespeare” relativa a la poesía. La transgresión de lo que la retórica ordena es su elección última respecto de aquella; en ese plano ubica Bonnefoy su conexión con lo inconsciente, “ese pensamiento que sigue vivo por debajo del martilleo del instrumento conceptual”. Lalangue, diríamos con Lacan, subtendiendo la emergencia del verso.
Todo lo que aleja del verdadero filo de la poesía sería aquello que queda incluido en el concepto, en la representación, en los universales, en las abstracciones, el estereotipo y el dogma. En el polo opuesto de esta reflexión clausurada sobre el ser está la existencia y su penetración afectiva, pulsional, empática.
El primer punto de vista conduce al “sueño” (al fantasma, diríamos), sueño de un absoluto al que quieren atrapar las abstracciones y los conceptos: “(…) lo llamaría la ilusión estética, y es el trabajo del arte en la medida en que éste se rehusa a la poesía”. Lo que implica desplazar lo real por la belleza de la apariencia, y lo real entonces es el mal: el exterior del sueño.
Hay entonces en este libro una mirada de la pieza teatral no exegética ni psicológica que pondrá énfasis en cierta política de la poética, si vale la expresión, que la célebre tragedia transporta via la decisión de William Shakespeare.