domingo, 30 de enero de 2022

 Charla-taller: Un pobre en la fiesta

“Lo que así se presenta, se presenta como pobre en la fiesta en la que el cuerpo irradiaba recién por estar enteramente fotografiado, radiografiado, calibrado, diagramatizado y posible de condicionar, dados los recursos verdaderamente extraordinarios que oculta, pero quizá, también, ese pobre le aporte una posibilidad que vuelve de lejos, a saber del exilio a donde ha proscrito al cuerpo la dicotomía cartesiana del pensamiento y de la extensión, la cual deja caer completamente de su aprehensión lo que es, no el cuerpo que ella imagina, sino el cuerpo verdadero en su naturaleza”. 


J.Lacan. Psicoanálisis y Medicina. 1966


La medicina científica nació, en su condición de científica, del abandono de las explicaciones religiosas y de la búsqueda estricta de un saber que conectara causas y efectos presentes en la naturaleza.

Esto la vuelve restrictiva en su acción. No es sólo que rechace el oscurantismo de la magia y de la religión: no podrá en adelante conectar a las enfermedades con el duelo, el traumatismo, el mal encuentro, el desamor en la crianza o el exceso de goce, por nombrar unos pocos ítems. Estas consideraciones, si las hubiera, arrasarían automáticamente con su estatuto científico, o dicho de otro modo, dejaría de ser “medicina”. Todo lo anterior no entra dentro de su discurso propio. 

Sin embargo conviene no olvidar que la Clínica excede ampliamente a la clínica médica. La clínica incluye todo síntoma, dolencia, malestar, disfunción o la llamada enfermedad. Y ya no es posible sostener esa endeble división entre somático y funcional con  que los médicos trataron de apartar de su campo lo que no entendían.

El materialismo científico obliga al discurso médico a cerrarse sobre él. El organismo es materialidad que sabe e informa, lo etiológico se afinca sobre esa materialidad y sobre ella la medicina actúa.

Pero el cuerpo, que no es el organismo, está compuesto en una parte importante por lo que aquel que padece un síntoma dice de él, teniendo en cuenta que la enfermedad que lo afecta ha venido a habitar en una mixtura de organismo y lenguaje. Eso es lo que cabalmente se llama “cuerpo”, mientras que el organismo está perdido como tal.


2

J. Clavreul hacía notar en ya 19781 que poner el acento en que la medicina es un discurso (o un “orden”, como dice él), nos coloca a los psicoanalistas en otro lugar que en el de la ciencia, para poder hacer su crítica; crítica de los límites de la ciencia positivista y crítica del orden médico que está de lleno en la ciencia positivista. 

Porque, entre otras cosas, sumergir a la medicina en la ciencia imperante es confundir objetividad y exactitud con verdad, y para el psicoanálisis la verdad es otra cosa. La verdad está en la enunciación del sujeto que habla de su padecimiento, que es muy precisamente lo que el médico científico omite, actuando en el marco de la hegemonía epistemológica que tiene como modelo a la biología.

Habría medicinas, en plural, medicinas antiguas, medievales, medicinas americanas de antes de la conquista, y medicinas contemporáneas pero no occidentales, todas ellas con un cierto grado de eficacia que la Medicina, o sea el discurso imperante acerca de ella, no puede ni quiere tomar en cuenta porque, simplemente, esas otras medicinas se caen del paradigma. No vale la pena reprochárselo porque es como es, dentro de su discurso propio, para lo bueno y para lo malo; no podría abandonar ese discurso sin dejar de ser medicina.

Según J. Clavreul la filosofía positivista barrió con la historia de la medicina, es decir con las condiciones contextuales de cada descubrimiento y también con los períodos estériles en que no había nuevos descubrimientos. Esta prescindencia de la historia vuelve a los avances médicos un producto de la buena fortuna (pero de esa buena fortuna que depende del azar, ya que hay otra que depende del deseo) o del genio del descubridor. Y sin embargo no es posible considerar una ciencia que se agota en su propia metodología y que no tiene en cuenta las condiciones sociales, históricas, económicas, geopolíticas, poblacionales, etc. etc.

Queda entonces el discurso médico separado de todo contexto, y la estructura de este discurso consiste en cortar o recortar un objeto artificial llamado enfermedad, de las relaciones entre el médico y el enfermo por una parte,  y entre el enfermo y sus síntomas por otra. Esto vuelve a la medicina totalitaria y paradójicamente religiosa; pero sobre todo, al enfocar todas sus luces en el objeto enfermedad, pierde información por otro lado, y como ese lado queda en sombras, la medicina se vuelve ineficaz sin  siquiera darse cuenta.

La medicina ataca al objeto enfermedad para curarla, y todo lo que ocurre en las relaciones mencionadas entre el médico y el enfermo y entre el enfermo y sus síntomas, por  haber sido expulsado, retorna por otro lugar en forma de más enfermedad, o de una nueva enfermedad.


3

La enfermedad es considerada por el orden médico como una excrecencia, un cuerpo extraño, en el sentido de que no quiere ser reconocida  como inherente a la vida aunque se sabe que lo es. El enfermar es en esta concepción una anomalía que viene del Otro, un castigo, un mal azar; a la cual hay que combatir con las armas puras de la razón científica, sin interrogarla nunca en el seno de una historia particular y de una relación entre el cuerpo y el lenguaje que es propia del animal humano.

Tomada por este sesgo, la medicina se vuelve ineficaz cuando sobrediagnostica. Cuando aprovechando los recursos que el progreso tecnológico le da a manos llenas, como dice Lacan en Psicoanálisis y medicina2, multiplica la cadena de medios de búsqueda: eso que se llama prevención secundaria, que tiene por efecto la posibilidad de sobre-medicalización. La sobre-medicalización quiere decir la entrada de una persona sana en el circuito creciente de especialidades médicas. 

Esta sobreactuación médica lleva a encontrar alteraciones que si no se hubieran descubierto podrían haber permanecido en estado de latencia durante toda la vida de la persona. También ocurren episodios únicos (convulsiones, por ejemplo) que podrían seguir siendo únicos, lo que nunca se sabrá si el paciente es obligado a medicarse “de por vida” con una droga neurológica que no es precisamente inocua. También las cirugías innecesarias escapan a todo control externo al propio discurso médico.

Entonces, la inmersión de la medicina en la ciencia moderna desvinculó al sujeto de su enfermedad. Y por lo tanto la medicina cura una patología, pero el sujeto expulsado retorna en otra; es un callejón sin salida, y no habrá aparatosa y costosísima maquinaria preventiva que pueda disminuir el enfermar si el sujeto no se hace presente con su historia, sus significantes, sus zonas erógenas,  su cuerpo marcado libidinalmente por el lenguaje de una manera específica.


4

Sucede que el médico no aborda un organismo, como se cree; y en este aspecto las metáforas maquínicas del cuerpo (el cuerpo como máquina) no hacen más que resaltar su cualidad de artificio significante. Pero además el médico se enfrenta, aunque no quiera, con un cuerpo en el sentido cabal en que lo entiende el psicoanálisis, una sustancia viva que está marcada por el lenguaje de tal forma que por encima de la fisiología animal sobresalen el deseo y el goce.

El médico está frente a este cuerpo, pero ignora estas dimensiones marcadas por el lenguaje; lo fija en cuadros estáticos que le proporcionan los medios tecnológicos, además de dividirlo en partes cada vez más numerosas que son tratadas por las especialidades, divorciadas del conjunto. 

Desde siempre los avances de la ciencia obligan a los científicos a responder por los efectos no deseados o francamente dañinos de esos avances; las nuevas armas para la guerra, los cambios climáticos, los daños en el planeta. Pero curiosamente, en el terreno de la medicina parece que todo fuera bueno y santo; el científico puede quedarse tranquilo con su conciencia como si todo el uso de la ciencia por parte de la medicina fuera moral. 

Aclaro que no hablo de las manipulaciones genéticas y otras prácticas peligrosas sobre la vida, la sexualidad y la muerte que son discutidas por los propios cientificos; me refiero a la medicina común y corriente, con sus aparatos de diagnótico y prevención, con su manera de prescindir de la anuencia o del consentimiento de los enfermos, con la producción solapada de enfermedades donde no las había y con la manipulación económica de prácticas innecesarias y medicamentos prescindibles.

En otras palabras, el científico investigador no se preocupa de la práctica cotidiana del médico, no ve ahí más que un sacerdocio a favor de la salud. ¿Por qué? porque la nocividad de la práctica médica moderna está oculta. 

Se oculta detrás del personaje del médico, anacrónico pero presente; se oculta detrás de la enorme maquinaria de ganancias que genera; y se oculta también detrás de la ignorancia perpetuada por la estructura misma del discurso médico, en todos nosotros: médicos, pacientes, y hombres y mujeres de ciencia.


5

Esa ciencia nuestra, en la que se inscribe la medicina, funciona a condición de simular que no hay falla en el saber, que el saber es totalizable al horizonte, y que hay acumulación y progreso de saber. Y por eso el afecto de la angustia, único que emana de la falla real que afecta al saber, es pospuesto para más adelante. En consecuencia el deseo, tal como lo entendemos en el discurso analítico, es aplastado.

Pero nosotros sabemos que es el deseo, junto a la potencia de acto que posee la angustia,  los que podrían imprimir un cambio en el padecimiento del cuerpo que no provenga de una sobreactuación médica sobre ese cuerpo.

En el fondo el problema es quién tiene la propiedad del saber sobre el cuerpo. Para ser su propietario, forzosamente el médico tuvo que despojar de ese saber al consultante. Que es el dueño del cuerpo.

Clavreul afirma que el médico es un déspota esclarecido: quiere decir que solamente su saber permite obtener la curación. Tomando como ejemplo a la especialidad psiquiátrica, he vistoal psiquiatra descalificar al psicoanalista que daba cuenta de la merma de un delirio por una intervención cuyo único (y poderoso) medio era la palabra. Afirmando con mucha autoridad que sólo un medicamento es capaz de reducir un delirio o una alucinación, jamás una intervención hablada. Todo esto mientras el auditorio interdisciplinario guardaba silencio.

Era frecuente, en la época de la conferencia de Lacan, que el psicoterapeuta fuera el auxiliar del médico, que lo llamaba a su lado como un complemento a su intervención, la única científicamente válida, que es intervención sobre la materia: la materia, diría yo, es el fetiche de la razón. Es decir, lo somático, y la acción clínica sobre él.

La otra materialidad, la materialidad del significante, a pesar de estar entretejida en ese “somático” hasta subvertirlo y desviarlo de sus funciones naturales, sigue sin ser tenida en cuenta en el discurso médico y en la ciencia positivista en general.

El miedo, y sobre todo el miedo que cierto discurso instala, impide a hombres y mujeres atenerse con más amplitud a su propio criterio acerca de lo que sienten, preguntarse qué grado de incomodidad real les produce una afección cualquiera y si vale la pena aceptar un tratamiento o una intervención que se impone como un protocolo absoluto y no relativo; en este sentido, el saber médico es totalitario.

Cuando la enfermedad se entifica y se considera independiente de quien la porta, la sufre y la describe en sus síntomas, se vuelve un cuerpo extraño que hay que eliminar, y se hace de cuenta que esa operación de eliminación no deja ninguna huella. El acto médico se asienta ideológicamente en una restitución al un estado anterior de normalidad que es imposible.


6

Un problema que trae la posición pasiva del enfermo ante la enfermedad, es la mentira por parte de los agentes médicos. La mentira lisa y llana o la atenuación mentirosa de la verdad son demasiado bien tolerados por el público, cuando deberían constituir un escándalo en la medida en que vulneran un derecho, alimentan falsas esperanzas y subestiman la libertad de cada cual de decidir sobre su vida con todos los datos necesarios. Pero hay que decir que en un número importante de casos el médico se miente también a sí mismo, porque hay una tendencia a empujar siempre más adelante una no-resolución favorable de la enfermedad, porque así está impreso en la ideología médica: callar e intervenir “positivamente” hasta lo último, es decir hasta la muerte misma. Dicho esto, muchas veces la mentira es flagrante y no forma parte de lo que el médico se dice a sí mismo sino sólo de lo que le dice al paciente.

Un análisis no comienza por una mentira pero sí  por un malentendido de estructura respecto del saber y de la garantía, puestos en el analista como se ponen en el médico o en cualquier otro al que demandemos ayuda cuando ya no podemos más con algo. Pero la enorme diferencia con el discurso médico es que el malentendido está, de entrada, no para ser perpetuado sino desmontado, en cada intervención y cada acto analítico: en eso consiste el recorrido analítico mismo, en deshacer el malentendido de la transferencia. 

Por eso es tan importante que el médico o el psicólogo, si es que eligieron el oficio de analistas, se despojen del ropaje de médico o de psicólogo; y no hay medias tintas en el asunto: si vamos a sostener un semblante de saber profesional que cargue el peso de la transferencia exclusivamente sobre  el consultante, mientras del otro lado sostenemos una experticia sin división subjetiva, se termina con la posibilidad de que esa práctica se llame psicoanálisis, aunque siga queriendo llamarse así.


7

Abordando ahora el tema desde el ángulo de la psiquiatría, digamos que la clasificación  del DSM IV consiste en enumerar una serie de comportamientos como si fueran patologías, siempre en relación con un medicamento ofrecido por el mercado. El riesgo, constatado en los últimos 30 años, es el borramiento de las fronteras entre lo normal y lo patológico; la denominación misma de “trastorno” lo permite. Por eso aumenta geométricamente la cantidad de personas que tienen algún cuadro mental, medicadas con antidepresivos fundamentalmente, y con ansiolíticos. Toda esta invención de nuevas enfermedades está comprobada como un gran negocio de la industria farmacéutica. 

Es alarmante dentro de este marco la patologización de la infancia;  por ejemplo, la lista de trastornos del llamado espectro autista, donde entra toda una serie de conductas infantiles que no corresponden al autismo en sentido estricto. En niños de muy corta edad se diagnostican así trastornos incurables, que tratan el síntoma con medicamentos y donde las dos cosas, diagnóstico y medicamento, marcan la vida del futuro adulto para siempre.

En los adultos el llamado trastorno bipolar es una etiqueta en la que cabe todo junto, psicosis, neurosis, fobias, cuadros transitorios o crónicos. Se diagnostica respondiendo a cuestionarios, acerca de si una conducta aparece poco, más o menos o mucho, lo cual es un criterio estadístico a-científico. 

El diagnóstico tiene por efecto fuerte el cerrar y el encerrar. Cerrar la puerta a consideraciones individuales, personales, subjetivas y de todo lo que no se deja clasificar porque no es ni compartible ni conceptualizable, y que el discurso médico cree que carece de peso en la consideración de lo que provoca síntomas. Y encerrar en un protocolo ya instituído de prácticas y de tratamientos medicamentosos. El diagnóstico predica, da un nombre, un ser, uniforma. De esa manera restringe la posibilidad de acción.

Ya no es posible pensar que el hecho de diagnosticar es inofensivo, y que los exámenes destinados a ello también lo son, cuando sabemos que un seguimiento, no transversal sino longitudinal del enfermar y de la enfermedad demuestran lo contrario: que el dianóstico, así como los exámenes diagnósticos, no son inocuos. Además la enfermedad se le vuelve extraña a quien la padece, y  si bien esta sanción del Otro alivia al que sufre, porque le quita responsabilidad sobre lo que le sucede, lo hace al precio no dejarlo apropiarse de sus síntomas. El discurso analítico en cambio juzga imprescindible esta apropiación de los síntomas para poder reescribir el curso de los acontecimientos.

En nuestro propio campo clínico, la clasificación en cuadros, el diagnóstico y cualquier otra generalización, significa abandonar momentáneamente el discurso analítico sin ningún beneficio para la dirección de la cura. Lacan hablaba aún de sujeto obsesivo o histérico durante los 10 primeros años de su seminario, y progresivamente fue dejando caer estos predicados del sujeto al que intentó hasta el final reformular, en primer lugar despojándolo progresivamente de todos sus atributos salvo el de dividido.


8

En Encore, a fines del ‘723, Lacan se pregunta dónde encasillar a la sustancia gozante si no es en lo pensante o en lo extenso. La sustancia gozante es una modificación del dualismo cartesiano, de esas res cogitans y res extensa que dominan la ciencia moderna. Es la sustancia del cuerpo viviente que habla, el pobre en la fiesta del epígrafe.

La fórmula cartesiana je pense donc je suis (yo pienso, entonces yo soy), le permite a Lacan, por una aliteración o retruécano, cambiar las consonantes de lugar y arribar a je pense donc se jouit (yo pienso, entonces se goza). Este “se goza” o se jouit reformula el estatuto del inconsciente freudiano, que ya no está más encerrado en la sustancia pensante sino desplegado en todo el cuerpo como materialidad significante.


Cuando Descartes enuncia “pienso, luego yo soy”, cierra o clausura algo que va a surgir dos siglos después y que se llama el inconsciente. Descartes postula un sujeto agente que es correlato de su pensamiento y que además es transparente a sí mismo; la sustancia gozante, correlato del inconsciente y de un sujeto intransparente, es dit-mensión; dicho de otro modo su referencia es el lenguaje. Lacan formula expresamente que el sujeto no es el que piensa y esto tiene su aplicación en el dispositivo freudiano, que invita a hablar sin pensar. Sólo al dejar de pensar es posible decir. 

La sustancia extensa es el espacio moderno, a ubicar en el registro imaginario (el que surge del estadio del espejo). Este espacio no tiene nada de empírico o de objetivo: es el espacio a priori de kant, con el que nos representamos el mundo y  a nosotros mismos. 

Ese espacio imaginario está fundado en la separación entre un exterior y un interior cuyas fronteras ahora sabemos que son frágiles; es una sugestión del cuerpo especular. Además  se divide a sí mismo en partes: partes extra partes, decía Descartes, lo que significa que ninguna de esas partes ocupa el lugar de otra, que cada una es exterior a las otras.

Entonces, ¿qué hacer con los síntomas que no encajan en el dualismo cartesiano? postulamos la sustancia gozante; es la suposición del que hay un goce del cuerpo, genitivo subjetivo y objetivo. Es correlativa del lenguaje y de lalangue cuyas resonancias afectan el cuerpo; la pulsión consiste en esas resonancias.

El goce es un exceso en relación a la energía biológica y también en relación a lo que Freud llamó placer. Es un excedente en relación a la homeostasis o al equilibrio. No hay equilibrio en el goce; por el contrario hay dolor, gasto, crecimiento, sin llegar a lo intolerable porque el principio del placer le pone un límite o una barrera.

Lacan había dicho, en 1964, que la libido es un espectro de la vida que se fugó por culpa de la reproducción sexuada: es el mito de la laminilla, vida que se reproduce a sí misma. Hay un parentesco entre esta suposición de una sustancia gozante, correlacionada con lalangue a la altura del seminario 20, y este mito de la laminilla a la altura del seminario 11. 

Recordemos también que del goce no se puede hacer una abstracción intelectual o un concepto, porque se experimenta en tiempo presente y de una manera material, sensible, que tiene que ver con los órganos de los sentidos; sonidos, ecos, resonancias, olores, sabores, todo lo que se mezcla con la adquisición del lenguaje al principio de la vida. El goce es cuerpo significantizado.


9

El descubrimiento que Freud hizo de las leyes del inconsciente y de la formación de los síntomas, junto con la terapéutica ad-hoc, pudo más que su formación en medicina y neurología: logró correrlo de la posición de dominio del discurso médico, tan poderoso y difícil de desmontar. O tal vez habría que decir que la  excepcional capacidad de Freud para postergar el anhelo de ser uno-consigo-mismo que es la pasión de la neurosis, lo condujo a salir del discurso médico para mirar qué había más allá de él, volviendo posibles sus descubrimientos.

Desde esa posición dividida desde la cual escuchó a sus propios síntomas y sueños y a los de sus pacientes,  intervino también en la disputa acerca de si un no-médico podía conducir análisis, practicar como psicoanalista. La postura de Freud es clara y tajante en este punto: no sólo defiende el análisis “laico”, quiere también “proteger al análisis frente a los médicos” (carta al pastor Pfister de 1928; así como protegerlo frente a los sacerdotes, dice refiriéndose a Porvenir de una ilusión).4

Cuando, al contrario del ejemplo que nos dio Freud, hay un rechazo a admitir la propia división, se presenta un semblante exagerado de saber sin fisura; y aunque en el fondo este semblante no sea creíble sigue siendo solicitado por aquel que está en posición de paciente. Eventualmente por todos nosotos entonces. Porque ese semblante de saber sin falla calma la sed de garantía y en ese sentido adormece el sufrimiento, la inquietud del deseo y la irrupción de angustia. Su problema es que también instala en la enfermedad, la vuelve más durable o más rebelde a las intervenciones.

A la inversa y dentro de la experiencia que es la nuestra, relacionarse con la falta del otro, con su no saber, con su posible vacilación y con su vaivén entre aciertos y equivocaciones, índices del deseo, posiciona al sujeto de otra manera. Le permite volverse hacia la propia responsabilidad en lo que no sabe, o sea en lo inconsciente.

Ahora bien, sucede que el saber centífico, y por consiguiente el médico, no pueden renunciar a su finalidad de prevenir los sucesos y el comportamiento de los fenómenos, y por eso expulsan a la periferia todo lo imprevisible, lo aleatorio o lo contingente. En esa periferia se ubica el psicoanalista, que al enfrentarse a trayectos que no pretende saber de antemano, le hace lugar a un cuerpo hecho de sustancia gozante.


10

El psicoanálisis tiene una gran fuerza teórica, anudada a una gran eficacia clínica; esta eficacia  se olvida cuando se le objeta con mucha liviandad que no soluciona los problemas rápidamente, cuando lo primero que constatamos en un análisis que recién empieza es el alivio de los síntomas. Si un psicoanálisis dura mucho es porque el sujeto analizante descubre que puede encontrar mucho más que eso. 

Hoy como antes, el psicoterapeuta que no es psicoanalista puede “complementar” al médico, puede servir a su mismo proyecto tomando a su cargo todo lo que el médico se ve obligado a dejar afuera porque no forma parte de su discurso propio. El psicoterapeuta puede sostener la ilusión de la interdisciplina, que consiste en una suma de puntos de vista y  de esfuerzos que tienen como aspiración el Todo.

Pero el psicoanalista no estará nunca en esa posición de complemento de la finalidad médica, porque el corte epistemológico que produjo el psicoanálisis respecto de cualquier otro abordaje lo separa sin remedio de cualquier proyecto colaborativo entre diferentes campos de saber. El psicoanálisis fractura el saber dominante: encuentra otro saber (el saber inconsciente) que no es el de la Razón moderna.

Lo que se llama “causa psicológica” de los síntomas no sirve en absoluto de contrapeso a la causa somática, como creen el psicoterapeuta y el médico. Lo que se denomina causa psicológica es algo frágil, precario, rebatible: no dice nada.

Pero pese a esta precariedad del estatuto de la causa psicológica, la psicología está mucho más cómoda en el seno del discurso médico que en el del psicoanálisis, porque este último es epistemológicamente tan opuesto que es impensable una integración cualquiera de su discurso en el discurso del médico.


11

Así como la ciencia modifica lo real (que para ella podría llamarse “naturaleza”) al introducir en él la acción del significante -números, medidas, fórmulas algebraicas, que es con lo que la ciencia trabaja-, y después tiene que actuar sobre los efectos secundarios y reaciones adversas de esa intromisión en lo real, otro tanto ocurre con la medicina científica que penetra con sus aparatos significantes en un organismo al que quiere curar y en muchos casos vulnera.

Problema sostenido en un gran malentendido: se cree que la ciencia está necesariamente más adelante cada día que pasa, que la razón es un faro que ilumina campos que están siempre en progresión. Ahora bien, el progreso es una cosa innegable pero no es eterno, dura hasta que un nuevo paradigma científico viene a reemplazar al anterior. Ocurre que nuestra vida a veces no alcanza para ver ese cambio de paradigma. Por ejemplo, el paradigma de Copénico, heliocentrista, reemplazó al paradigma de Tolomeo, geocentrista; pero cada uno de ellos era verdadero mientras estaba en vigencia. Mucho más acá en el tiempo, el paradigma de la relatividad reemplaza al paradigma newtoniano, y ambos son verdaderos en el tiempo en que están vigentes. Sin embargo en el tiempo de apogeo de una ciencia, el progreso produce una fuerte creencia religiosa que no permite cuestionar  sus fundamentos. 

La ficción científica de que el saber es cada vez más afinado, de que los errores son progresivamente corregidos, oculta la evidencia de que hay muchos falsos saberes en circulación, tanto hoy como hace siglos. Estos falsos saberes tienen mucha efectividad ya que algo que se instala como saber la tiene de por sí, independientemente de su verdad o falsedad.

De ahí la férrea defensa de los saberes establecidos; sin embargo, no hay que perder de vista que esos saberes fueron establecidos de acuerdo a un modelo que tiene fecha y que rompió con los conocimientos que se creían más consistentes, anteriores a los suyos, así como tener en cuenta que ese modelo no será el último. La defensa del saber establecido deja como en penumbras a todo lo que no entra en el sistema, porque podría socavar la respetabilidad de lo científico.

No hay un modelo de ciencia que durará para siempre sino que hay ciencias en plural; la ciencia no tiene ni tendrá jamás una definición unívoca. Y los gusanitos de las rupturas de paradigma se esconden en el saber que parece más inconmovible. 

Una vez terminada la edad media, la razón es el nuevo Dios y en esa ciencia moderna está metida de lleno la medicina desde que es científica; a esa ciencia se la ha convertido rápidamente en una “religión” que demasiados médicos no quieren desmentir como tal y demasiados pacientes necesitan para calmar su angustia frente al desamparo.

Los acontecimientos ocurren, se ordenan, se entraman, y establecen relaciones unos con otros, de acuerdo con el discurso que está en acción en un momento dado. Un cambio de discurso trae consigo la emergencia de acontecimientos inesperados, y  también un nuevo tejido de causas y relaciones que inciden en el modo de acomodarse de los sucesos, como si fuera una nueva fase de caleidoscopio.

El discurso médico, que excluye el decir del portador de los síntomas, produce un entramado de acontecimientos distinto de aquel que sí incluye el decir del enfermo o del portador de síntomas. En esa serie de sucesos o acontecimientos entramados está la enfermedad misma y su posible devenir.

No hay nada mágico en esto, tiene que ver simplemente con la fuerza transformadora del lenguaje sobre lo que el lenguaje mismo, parasitando el cuerpo, produce. No fue otro el descubrimiento de Freud.

La pregunta del psicoanalista, que apunta al pormenor, al detalle, a particularizar, es lo que permite saber por qué o cómo alguien sufre, goza, siente placer; en este sentido siempre es preferible que el propio consultante nos proporcione una teoría explicativa de sus síntomas, ya sea que la traiga hecha o que la invente en el momento.

El acto médico podría renovarse para dejar de ser autoritario en la medida misma en que detenta el saber y el poder frente al paciente, si dejara entrar la subjetividad de este último. Es lo que propone Lacan con la apelación en su conferencia a escuchar la demanda, que tiene sus raíces en lo inconsciente, que no es la demanda explícita de ser curado. Escuchar las dudas, las expectativas, el miedo, el deseo, la angustia, las satisfacciones. Clavreul no parece tan optimista cuando nos dice que el discurso médico no puede ser de otro modo que como es.


“Lo que así se presenta, se presenta como pobre en la fiesta en la que el cuerpo irradiaba recién por estar enteramente fotografiado, radiografiado, calibrado, diagramatizado y posible de condicionar, dados los recursos verdaderamente extraordinarios que oculta, pero quizá, también, ese pobre le aporte una posibilidad que vuelve de lejos, a saber del exilio a donde ha proscrito al cuerpo la dicotomía cartesiana del pensamiento y de la extensión, la cual deja caer completamente de su aprehensión lo que es, no el cuerpo que ella imagina, sino el cuerpo verdadero en su naturaleza”. 


J.Lacan. Psicoanálisis y Medicina. 1966


La medicina científica nació, en su condición de científica, del abandono de las explicaciones religiosas y de la búsqueda estricta de un saber que conectara causas y efectos presentes en la naturaleza.

Esto la vuelve restrictiva en su acción. No es sólo que rechace el oscurantismo de la magia y de la religión: no podrá en adelante conectar a las enfermedades con el duelo, el traumatismo, el mal encuentro, el desamor en la crianza o el exceso de goce, por nombrar unos pocos ítems. Estas consideraciones, si las hubiera, arrasarían automáticamente con su estatuto científico, o dicho de otro modo, dejaría de ser “medicina”. Todo lo anterior no entra dentro de su discurso propio. 

Sin embargo conviene no olvidar que la Clínica excede ampliamente a la clínica médica. La clínica incluye todo síntoma, dolencia, malestar, disfunción o la llamada enfermedad. Y ya no es posible sostener esa endeble división entre somático y funcional con  que los médicos trataron de apartar de su campo lo que no entendían.

El materialismo científico obliga al discurso médico a cerrarse sobre él. El organismo es materialidad que sabe e informa, lo etiológico se afinca sobre esa materialidad y sobre ella la medicina actúa.

Pero el cuerpo, que no es el organismo, está compuesto en una parte importante por lo que aquel que padece un síntoma dice de él, teniendo en cuenta que la enfermedad que lo afecta ha venido a habitar en una mixtura de organismo y lenguaje. Eso es lo que cabalmente se llama “cuerpo”, mientras que el organismo está perdido como tal.


2

J. Clavreul hacía notar en ya 19781 que poner el acento en que la medicina es un discurso (o un “orden”, como dice él), nos coloca a los psicoanalistas en otro lugar que en el de la ciencia, para poder hacer su crítica; crítica de los límites de la ciencia positivista y crítica del orden médico que está de lleno en la ciencia positivista. 

Porque, entre otras cosas, sumergir a la medicina en la ciencia imperante es confundir objetividad y exactitud con verdad, y para el psicoanálisis la verdad es otra cosa. La verdad está en la enunciación del sujeto que habla de su padecimiento, que es muy precisamente lo que el médico científico omite, actuando en el marco de la hegemonía epistemológica que tiene como modelo a la biología.

Habría medicinas, en plural, medicinas antiguas, medievales, medicinas americanas de antes de la conquista, y medicinas contemporáneas pero no occidentales, todas ellas con un cierto grado de eficacia que la Medicina, o sea el discurso imperante acerca de ella, no puede ni quiere tomar en cuenta porque, simplemente, esas otras medicinas se caen del paradigma. No vale la pena reprochárselo porque es como es, dentro de su discurso propio, para lo bueno y para lo malo; no podría abandonar ese discurso sin dejar de ser medicina.

Según J. Clavreul la filosofía positivista barrió con la historia de la medicina, es decir con las condiciones contextuales de cada descubrimiento y también con los períodos estériles en que no había nuevos descubrimientos. Esta prescindencia de la historia vuelve a los avances médicos un producto de la buena fortuna (pero de esa buena fortuna que depende del azar, ya que hay otra que depende del deseo) o del genio del descubridor. Y sin embargo no es posible considerar una ciencia que se agota en su propia metodología y que no tiene en cuenta las condiciones sociales, históricas, económicas, geopolíticas, poblacionales, etc. etc.

Queda entonces el discurso médico separado de todo contexto, y la estructura de este discurso consiste en cortar o recortar un objeto artificial llamado enfermedad, de las relaciones entre el médico y el enfermo por una parte,  y entre el enfermo y sus síntomas por otra. Esto vuelve a la medicina totalitaria y paradójicamente religiosa; pero sobre todo, al enfocar todas sus luces en el objeto enfermedad, pierde información por otro lado, y como ese lado queda en sombras, la medicina se vuelve ineficaz sin  siquiera darse cuenta.

La medicina ataca al objeto enfermedad para curarla, y todo lo que ocurre en las relaciones mencionadas entre el médico y el enfermo y entre el enfermo y sus síntomas, por  haber sido expulsado, retorna por otro lugar en forma de más enfermedad, o de una nueva enfermedad.


3

La enfermedad es considerada por el orden médico como una excrecencia, un cuerpo extraño, en el sentido de que no quiere ser reconocida  como inherente a la vida aunque se sabe que lo es. El enfermar es en esta concepción una anomalía que viene del Otro, un castigo, un mal azar; a la cual hay que combatir con las armas puras de la razón científica, sin interrogarla nunca en el seno de una historia particular y de una relación entre el cuerpo y el lenguaje que es propia del animal humano.

Tomada por este sesgo, la medicina se vuelve ineficaz cuando sobrediagnostica. Cuando aprovechando los recursos que el progreso tecnológico le da a manos llenas, como dice Lacan en Psicoanálisis y medicina2, multiplica la cadena de medios de búsqueda: eso que se llama prevención secundaria, que tiene por efecto la posibilidad de sobre-medicalización. La sobre-medicalización quiere decir la entrada de una persona sana en el circuito creciente de especialidades médicas. 

Esta sobreactuación médica lleva a encontrar alteraciones que si no se hubieran descubierto podrían haber permanecido en estado de latencia durante toda la vida de la persona. También ocurren episodios únicos (convulsiones, por ejemplo) que podrían seguir siendo únicos, lo que nunca se sabrá si el paciente es obligado a medicarse “de por vida” con una droga neurológica que no es precisamente inocua. También las cirugías innecesarias escapan a todo control externo al propio discurso médico.

Entonces, la inmersión de la medicina en la ciencia moderna desvinculó al sujeto de su enfermedad. Y por lo tanto la medicina cura una patología, pero el sujeto expulsado retorna en otra; es un callejón sin salida, y no habrá aparatosa y costosísima maquinaria preventiva que pueda disminuir el enfermar si el sujeto no se hace presente con su historia, sus significantes, sus zonas erógenas,  su cuerpo marcado libidinalmente por el lenguaje de una manera específica.


4

Sucede que el médico no aborda un organismo, como se cree; y en este aspecto las metáforas maquínicas del cuerpo (el cuerpo como máquina) no hacen más que resaltar su cualidad de artificio significante. Pero además el médico se enfrenta, aunque no quiera, con un cuerpo en el sentido cabal en que lo entiende el psicoanálisis, una sustancia viva que está marcada por el lenguaje de tal forma que por encima de la fisiología animal sobresalen el deseo y el goce.

El médico está frente a este cuerpo, pero ignora estas dimensiones marcadas por el lenguaje; lo fija en cuadros estáticos que le proporcionan los medios tecnológicos, además de dividirlo en partes cada vez más numerosas que son tratadas por las especialidades, divorciadas del conjunto. 

Desde siempre los avances de la ciencia obligan a los científicos a responder por los efectos no deseados o francamente dañinos de esos avances; las nuevas armas para la guerra, los cambios climáticos, los daños en el planeta. Pero curiosamente, en el terreno de la medicina parece que todo fuera bueno y santo; el científico puede quedarse tranquilo con su conciencia como si todo el uso de la ciencia por parte de la medicina fuera moral. 

Aclaro que no hablo de las manipulaciones genéticas y otras prácticas peligrosas sobre la vida, la sexualidad y la muerte que son discutidas por los propios cientificos; me refiero a la medicina común y corriente, con sus aparatos de diagnótico y prevención, con su manera de prescindir de la anuencia o del consentimiento de los enfermos, con la producción solapada de enfermedades donde no las había y con la manipulación económica de prácticas innecesarias y medicamentos prescindibles.

En otras palabras, el científico investigador no se preocupa de la práctica cotidiana del médico, no ve ahí más que un sacerdocio a favor de la salud. ¿Por qué? porque la nocividad de la práctica médica moderna está oculta. 

Se oculta detrás del personaje del médico, anacrónico pero presente; se oculta detrás de la enorme maquinaria de ganancias que genera; y se oculta también detrás de la ignorancia perpetuada por la estructura misma del discurso médico, en todos nosotros: médicos, pacientes, y hombres y mujeres de ciencia.


5

Esa ciencia nuestra, en la que se inscribe la medicina, funciona a condición de simular que no hay falla en el saber, que el saber es totalizable al horizonte, y que hay acumulación y progreso de saber. Y por eso el afecto de la angustia, único que emana de la falla real que afecta al saber, es pospuesto para más adelante. En consecuencia el deseo, tal como lo entendemos en el discurso analítico, es aplastado.

Pero nosotros sabemos que es el deseo, junto a la potencia de acto que posee la angustia,  los que podrían imprimir un cambio en el padecimiento del cuerpo que no provenga de una sobreactuación médica sobre ese cuerpo.

En el fondo el problema es quién tiene la propiedad del saber sobre el cuerpo. Para ser su propietario, forzosamente el médico tuvo que despojar de ese saber al consultante. Que es el dueño del cuerpo.

Clavreul afirma que el médico es un déspota esclarecido: quiere decir que solamente su saber permite obtener la curación. Tomando como ejemplo a la especialidad psiquiátrica, he vistoal psiquiatra descalificar al psicoanalista que daba cuenta de la merma de un delirio por una intervención cuyo único (y poderoso) medio era la palabra. Afirmando con mucha autoridad que sólo un medicamento es capaz de reducir un delirio o una alucinación, jamás una intervención hablada. Todo esto mientras el auditorio interdisciplinario guardaba silencio.

Era frecuente, en la época de la conferencia de Lacan, que el psicoterapeuta fuera el auxiliar del médico, que lo llamaba a su lado como un complemento a su intervención, la única científicamente válida, que es intervención sobre la materia: la materia, diría yo, es el fetiche de la razón. Es decir, lo somático, y la acción clínica sobre él.

La otra materialidad, la materialidad del significante, a pesar de estar entretejida en ese “somático” hasta subvertirlo y desviarlo de sus funciones naturales, sigue sin ser tenida en cuenta en el discurso médico y en la ciencia positivista en general.

El miedo, y sobre todo el miedo que cierto discurso instala, impide a hombres y mujeres atenerse con más amplitud a su propio criterio acerca de lo que sienten, preguntarse qué grado de incomodidad real les produce una afección cualquiera y si vale la pena aceptar un tratamiento o una intervención que se impone como un protocolo absoluto y no relativo; en este sentido, el saber médico es totalitario.

Cuando la enfermedad se entifica y se considera independiente de quien la porta, la sufre y la describe en sus síntomas, se vuelve un cuerpo extraño que hay que eliminar, y se hace de cuenta que esa operación de eliminación no deja ninguna huella. El acto médico se asienta ideológicamente en una restitución al un estado anterior de normalidad que es imposible.


6

Un problema que trae la posición pasiva del enfermo ante la enfermedad, es la mentira por parte de los agentes médicos. La mentira lisa y llana o la atenuación mentirosa de la verdad son demasiado bien tolerados por el público, cuando deberían constituir un escándalo en la medida en que vulneran un derecho, alimentan falsas esperanzas y subestiman la libertad de cada cual de decidir sobre su vida con todos los datos necesarios. Pero hay que decir que en un número importante de casos el médico se miente también a sí mismo, porque hay una tendencia a empujar siempre más adelante una no-resolución favorable de la enfermedad, porque así está impreso en la ideología médica: callar e intervenir “positivamente” hasta lo último, es decir hasta la muerte misma. Dicho esto, muchas veces la mentira es flagrante y no forma parte de lo que el médico se dice a sí mismo sino sólo de lo que le dice al paciente.

Un análisis no comienza por una mentira pero sí  por un malentendido de estructura respecto del saber y de la garantía, puestos en el analista como se ponen en el médico o en cualquier otro al que demandemos ayuda cuando ya no podemos más con algo. Pero la enorme diferencia con el discurso médico es que el malentendido está, de entrada, no para ser perpetuado sino desmontado, en cada intervención y cada acto analítico: en eso consiste el recorrido analítico mismo, en deshacer el malentendido de la transferencia. 

Por eso es tan importante que el médico o el psicólogo, si es que eligieron el oficio de analistas, se despojen del ropaje de médico o de psicólogo; y no hay medias tintas en el asunto: si vamos a sostener un semblante de saber profesional que cargue el peso de la transferencia exclusivamente sobre  el consultante, mientras del otro lado sostenemos una experticia sin división subjetiva, se termina con la posibilidad de que esa práctica se llame psicoanálisis, aunque siga queriendo llamarse así.


7

Abordando ahora el tema desde el ángulo de la psiquiatría, digamos que la clasificación  del DSM IV consiste en enumerar una serie de comportamientos como si fueran patologías, siempre en relación con un medicamento ofrecido por el mercado. El riesgo, constatado en los últimos 30 años, es el borramiento de las fronteras entre lo normal y lo patológico; la denominación misma de “trastorno” lo permite. Por eso aumenta geométricamente la cantidad de personas que tienen algún cuadro mental, medicadas con antidepresivos fundamentalmente, y con ansiolíticos. Toda esta invención de nuevas enfermedades está comprobada como un gran negocio de la industria farmacéutica. 

Es alarmante dentro de este marco la patologización de la infancia;  por ejemplo, la lista de trastornos del llamado espectro autista, donde entra toda una serie de conductas infantiles que no corresponden al autismo en sentido estricto. En niños de muy corta edad se diagnostican así trastornos incurables, que tratan el síntoma con medicamentos y donde las dos cosas, diagnóstico y medicamento, marcan la vida del futuro adulto para siempre.

En los adultos el llamado trastorno bipolar es una etiqueta en la que cabe todo junto, psicosis, neurosis, fobias, cuadros transitorios o crónicos. Se diagnostica respondiendo a cuestionarios, acerca de si una conducta aparece poco, más o menos o mucho, lo cual es un criterio estadístico a-científico. 

El diagnóstico tiene por efecto fuerte el cerrar y el encerrar. Cerrar la puerta a consideraciones individuales, personales, subjetivas y de todo lo que no se deja clasificar porque no es ni compartible ni conceptualizable, y que el discurso médico cree que carece de peso en la consideración de lo que provoca síntomas. Y encerrar en un protocolo ya instituído de prácticas y de tratamientos medicamentosos. El diagnóstico predica, da un nombre, un ser, uniforma. De esa manera restringe la posibilidad de acción.

Ya no es posible pensar que el hecho de diagnosticar es inofensivo, y que los exámenes destinados a ello también lo son, cuando sabemos que un seguimiento, no transversal sino longitudinal del enfermar y de la enfermedad demuestran lo contrario: que el dianóstico, así como los exámenes diagnósticos, no son inocuos. Además la enfermedad se le vuelve extraña a quien la padece, y  si bien esta sanción del Otro alivia al que sufre, porque le quita responsabilidad sobre lo que le sucede, lo hace al precio no dejarlo apropiarse de sus síntomas. El discurso analítico en cambio juzga imprescindible esta apropiación de los síntomas para poder reescribir el curso de los acontecimientos.

En nuestro propio campo clínico, la clasificación en cuadros, el diagnóstico y cualquier otra generalización, significa abandonar momentáneamente el discurso analítico sin ningún beneficio para la dirección de la cura. Lacan hablaba aún de sujeto obsesivo o histérico durante los 10 primeros años de su seminario, y progresivamente fue dejando caer estos predicados del sujeto al que intentó hasta el final reformular, en primer lugar despojándolo progresivamente de todos sus atributos salvo el de dividido.


8

En Encore, a fines del ‘723, Lacan se pregunta dónde encasillar a la sustancia gozante si no es en lo pensante o en lo extenso. La sustancia gozante es una modificación del dualismo cartesiano, de esas res cogitans y res extensa que dominan la ciencia moderna. Es la sustancia del cuerpo viviente que habla, el pobre en la fiesta del epígrafe.

La fórmula cartesiana je pense donc je suis (yo pienso, entonces yo soy), le permite a Lacan, por una aliteración o retruécano, cambiar las consonantes de lugar y arribar a je pense donc se jouit (yo pienso, entonces se goza). Este “se goza” o se jouit reformula el estatuto del inconsciente freudiano, que ya no está más encerrado en la sustancia pensante sino desplegado en todo el cuerpo como materialidad significante.


Cuando Descartes enuncia “pienso, luego yo soy”, cierra o clausura algo que va a surgir dos siglos después y que se llama el inconsciente. Descartes postula un sujeto agente que es correlato de su pensamiento y que además es transparente a sí mismo; la sustancia gozante, correlato del inconsciente y de un sujeto intransparente, es dit-mensión; dicho de otro modo su referencia es el lenguaje. Lacan formula expresamente que el sujeto no es el que piensa y esto tiene su aplicación en el dispositivo freudiano, que invita a hablar sin pensar. Sólo al dejar de pensar es posible decir. 

La sustancia extensa es el espacio moderno, a ubicar en el registro imaginario (el que surge del estadio del espejo). Este espacio no tiene nada de empírico o de objetivo: es el espacio a priori de kant, con el que nos representamos el mundo y  a nosotros mismos. 

Ese espacio imaginario está fundado en la separación entre un exterior y un interior cuyas fronteras ahora sabemos que son frágiles; es una sugestión del cuerpo especular. Además  se divide a sí mismo en partes: partes extra partes, decía Descartes, lo que significa que ninguna de esas partes ocupa el lugar de otra, que cada una es exterior a las otras.

Entonces, ¿qué hacer con los síntomas que no encajan en el dualismo cartesiano? postulamos la sustancia gozante; es la suposición del que hay un goce del cuerpo, genitivo subjetivo y objetivo. Es correlativa del lenguaje y de lalangue cuyas resonancias afectan el cuerpo; la pulsión consiste en esas resonancias.

El goce es un exceso en relación a la energía biológica y también en relación a lo que Freud llamó placer. Es un excedente en relación a la homeostasis o al equilibrio. No hay equilibrio en el goce; por el contrario hay dolor, gasto, crecimiento, sin llegar a lo intolerable porque el principio del placer le pone un límite o una barrera.

Lacan había dicho, en 1964, que la libido es un espectro de la vida que se fugó por culpa de la reproducción sexuada: es el mito de la laminilla, vida que se reproduce a sí misma. Hay un parentesco entre esta suposición de una sustancia gozante, correlacionada con lalangue a la altura del seminario 20, y este mito de la laminilla a la altura del seminario 11. 

Recordemos también que del goce no se puede hacer una abstracción intelectual o un concepto, porque se experimenta en tiempo presente y de una manera material, sensible, que tiene que ver con los órganos de los sentidos; sonidos, ecos, resonancias, olores, sabores, todo lo que se mezcla con la adquisición del lenguaje al principio de la vida. El goce es cuerpo significantizado.


9

El descubrimiento que Freud hizo de las leyes del inconsciente y de la formación de los síntomas, junto con la terapéutica ad-hoc, pudo más que su formación en medicina y neurología: logró correrlo de la posición de dominio del discurso médico, tan poderoso y difícil de desmontar. O tal vez habría que decir que la  excepcional capacidad de Freud para postergar el anhelo de ser uno-consigo-mismo que es la pasión de la neurosis, lo condujo a salir del discurso médico para mirar qué había más allá de él, volviendo posibles sus descubrimientos.

Desde esa posición dividida desde la cual escuchó a sus propios síntomas y sueños y a los de sus pacientes,  intervino también en la disputa acerca de si un no-médico podía conducir análisis, practicar como psicoanalista. La postura de Freud es clara y tajante en este punto: no sólo defiende el análisis “laico”, quiere también “proteger al análisis frente a los médicos” (carta al pastor Pfister de 1928; así como protegerlo frente a los sacerdotes, dice refiriéndose a Porvenir de una ilusión).4

Cuando, al contrario del ejemplo que nos dio Freud, hay un rechazo a admitir la propia división, se presenta un semblante exagerado de saber sin fisura; y aunque en el fondo este semblante no sea creíble sigue siendo solicitado por aquel que está en posición de paciente. Eventualmente por todos nosotos entonces. Porque ese semblante de saber sin falla calma la sed de garantía y en ese sentido adormece el sufrimiento, la inquietud del deseo y la irrupción de angustia. Su problema es que también instala en la enfermedad, la vuelve más durable o más rebelde a las intervenciones.

A la inversa y dentro de la experiencia que es la nuestra, relacionarse con la falta del otro, con su no saber, con su posible vacilación y con su vaivén entre aciertos y equivocaciones, índices del deseo, posiciona al sujeto de otra manera. Le permite volverse hacia la propia responsabilidad en lo que no sabe, o sea en lo inconsciente.

Ahora bien, sucede que el saber centífico, y por consiguiente el médico, no pueden renunciar a su finalidad de prevenir los sucesos y el comportamiento de los fenómenos, y por eso expulsan a la periferia todo lo imprevisible, lo aleatorio o lo contingente. En esa periferia se ubica el psicoanalista, que al enfrentarse a trayectos que no pretende saber de antemano, le hace lugar a un cuerpo hecho de sustancia gozante.


10

El psicoanálisis tiene una gran fuerza teórica, anudada a una gran eficacia clínica; esta eficacia  se olvida cuando se le objeta con mucha liviandad que no soluciona los problemas rápidamente, cuando lo primero que constatamos en un análisis que recién empieza es el alivio de los síntomas. Si un psicoanálisis dura mucho es porque el sujeto analizante descubre que puede encontrar mucho más que eso. 

Hoy como antes, el psicoterapeuta que no es psicoanalista puede “complementar” al médico, puede servir a su mismo proyecto tomando a su cargo todo lo que el médico se ve obligado a dejar afuera porque no forma parte de su discurso propio. El psicoterapeuta puede sostener la ilusión de la interdisciplina, que consiste en una suma de puntos de vista y  de esfuerzos que tienen como aspiración el Todo.

Pero el psicoanalista no estará nunca en esa posición de complemento de la finalidad médica, porque el corte epistemológico que produjo el psicoanálisis respecto de cualquier otro abordaje lo separa sin remedio de cualquier proyecto colaborativo entre diferentes campos de saber. El psicoanálisis fractura el saber dominante: encuentra otro saber (el saber inconsciente) que no es el de la Razón moderna.

Lo que se llama “causa psicológica” de los síntomas no sirve en absoluto de contrapeso a la causa somática, como creen el psicoterapeuta y el médico. Lo que se denomina causa psicológica es algo frágil, precario, rebatible: no dice nada.

Pero pese a esta precariedad del estatuto de la causa psicológica, la psicología está mucho más cómoda en el seno del discurso médico que en el del psicoanálisis, porque este último es epistemológicamente tan opuesto que es impensable una integración cualquiera de su discurso en el discurso del médico.


11

Así como la ciencia modifica lo real (que para ella podría llamarse “naturaleza”) al introducir en él la acción del significante -números, medidas, fórmulas algebraicas, que es con lo que la ciencia trabaja-, y después tiene que actuar sobre los efectos secundarios y reaciones adversas de esa intromisión en lo real, otro tanto ocurre con la medicina científica que penetra con sus aparatos significantes en un organismo al que quiere curar y en muchos casos vulnera.

Problema sostenido en un gran malentendido: se cree que la ciencia está necesariamente más adelante cada día que pasa, que la razón es un faro que ilumina campos que están siempre en progresión. Ahora bien, el progreso es una cosa innegable pero no es eterno, dura hasta que un nuevo paradigma científico viene a reemplazar al anterior. Ocurre que nuestra vida a veces no alcanza para ver ese cambio de paradigma. Por ejemplo, el paradigma de Copénico, heliocentrista, reemplazó al paradigma de Tolomeo, geocentrista; pero cada uno de ellos era verdadero mientras estaba en vigencia. Mucho más acá en el tiempo, el paradigma de la relatividad reemplaza al paradigma newtoniano, y ambos son verdaderos en el tiempo en que están vigentes. Sin embargo en el tiempo de apogeo de una ciencia, el progreso produce una fuerte creencia religiosa que no permite cuestionar  sus fundamentos. 

La ficción científica de que el saber es cada vez más afinado, de que los errores son progresivamente corregidos, oculta la evidencia de que hay muchos falsos saberes en circulación, tanto hoy como hace siglos. Estos falsos saberes tienen mucha efectividad ya que algo que se instala como saber la tiene de por sí, independientemente de su verdad o falsedad.

De ahí la férrea defensa de los saberes establecidos; sin embargo, no hay que perder de vista que esos saberes fueron establecidos de acuerdo a un modelo que tiene fecha y que rompió con los conocimientos que se creían más consistentes, anteriores a los suyos, así como tener en cuenta que ese modelo no será el último. La defensa del saber establecido deja como en penumbras a todo lo que no entra en el sistema, porque podría socavar la respetabilidad de lo científico.

No hay un modelo de ciencia que durará para siempre sino que hay ciencias en plural; la ciencia no tiene ni tendrá jamás una definición unívoca. Y los gusanitos de las rupturas de paradigma se esconden en el saber que parece más inconmovible. 

Una vez terminada la edad media, la razón es el nuevo Dios y en esa ciencia moderna está metida de lleno la medicina desde que es científica; a esa ciencia se la ha convertido rápidamente en una “religión” que demasiados médicos no quieren desmentir como tal y demasiados pacientes necesitan para calmar su angustia frente al desamparo.

Los acontecimientos ocurren, se ordenan, se entraman, y establecen relaciones unos con otros, de acuerdo con el discurso que está en acción en un momento dado. Un cambio de discurso trae consigo la emergencia de acontecimientos inesperados, y  también un nuevo tejido de causas y relaciones que inciden en el modo de acomodarse de los sucesos, como si fuera una nueva fase de caleidoscopio.

El discurso médico, que excluye el decir del portador de los síntomas, produce un entramado de acontecimientos distinto de aquel que sí incluye el decir del enfermo o del portador de síntomas. En esa serie de sucesos o acontecimientos entramados está la enfermedad misma y su posible devenir.

No hay nada mágico en esto, tiene que ver simplemente con la fuerza transformadora del lenguaje sobre lo que el lenguaje mismo, parasitando el cuerpo, produce. No fue otro el descubrimiento de Freud.

La pregunta del psicoanalista, que apunta al pormenor, al detalle, a particularizar, es lo que permite saber por qué o cómo alguien sufre, goza, siente placer; en este sentido siempre es preferible que el propio consultante nos proporcione una teoría explicativa de sus síntomas, ya sea que la traiga hecha o que la invente en el momento.

El acto médico podría renovarse para dejar de ser autoritario en la medida misma en que detenta el saber y el poder frente al paciente, si dejara entrar la subjetividad de este último. Es lo que propone Lacan con la apelación en su conferencia a escuchar la demanda, que tiene sus raíces en lo inconsciente, que no es la demanda explícita de ser curado. Escuchar las dudas, las expectativas, el miedo, el deseo, la angustia, las satisfacciones. Clavreul no parece tan optimista cuando nos dice que el discurso médico no puede ser de otro modo que como es.

12 de octubre de 2020