lunes, 28 de marzo de 2022

HAMLET
La teoría lacaniana del duelo

  
 
Todos, espectadores, críticos literarios y teatrales y psicoanalistas se preguntan por qué el príncipe Hamlet no actúa, en el sentido de llevar a cabo la venganza que le ordenó el espectro de su padre muerto. Lo que Freud dice, brevemente, aplicando como a todo su grilla edípica, y dado que en Hamlet también hay un crimen original que es el asesinato del padre (lo que lo iguala al drama de Sófocles), es que vacila y pospone su acto porque en lo inconsciente está el deseo de matar a su padre y acostarse con su madre; por lo que el acto criminal de Claudio reaviva su propio deseo reprimido, y matarlo sería entonces matarse a sí mismo. Esta es la interpretación psicológica que Lacan rechaza, no solamente por psicológica sino porque del Edipo freudiano prefiere retener el complejo de castración (de mucha importancia para el análisis de Hamlet) y no la imaginería de la rivalidad, del amor y del sexo.
Puestos a hablar del edipo como constitutivo Lacan prefiere a Tótem y tabú, a Hamlet y a Moisés y el monoteísmo, pero sobre todo al primero, como más revelador de la estructura que el Edipo de Sófocles. 
Freud hace un comentario sobre Hamlet en la Interpretación de los sueños, en 1900, cuando introduce su Complejo de Edipo; Lacan lo cita largamente en su sexto seminario, El deseo y su interpretación y dice que es cierto que hay un crimen original en ambos pero que hay diferencias entre el edipo que está contenido en Sófocles y el que está contenido en Hamlet, diferencias  que son de enorme importancia. 
Son dos básicamente: la primera es el saber y el no saber: Edipo es inconsciente de su acto; él mata inocentemente al que no sabía que era su padre, y que no era su padre en realidad: si nos atenemos a la tragedia, el padre de Edipo era Pólibo, el que lo adoptó, lo crió y lo amó; no el progenitor biológico que se deshizo de él cuando era un bebé. Entonces podemos preguntarnos: ¿verdaderamente Edipo mató a su padre cuando se cruzó con Layo? 
No, él se escapó de la ciudad en la que vivía y se fue a Tebas porque había escuchado que el oráculo predijo que iba a matar a su padre. Quiso entonces salvar de sí mismo a Pólibo y mató a un viejo que resulta que era el rey y que se le cruzó en el camino, cuyo sirviente le ordenó a Edipo que se apartara y mató a su caballo porque no se apartó lo suficientemente rápido, de resultas de lo cual Edipo mató al sirviente y al viejo. Luego accede al trono cuando ya es un héroe, y desposa a la mujer que no sabe que es su madre y tiene hijos con ella. Entonces el no saber y la inocencia es algo que Lacan destaca fuertemente, porque la castración viene al final de la tragedia, cuando Edipo comienza a saber; cuando tiene sed de verdad, y la verdad lo conduce a su propia caída y a su propia ruina. 
Pero más allá de la tragedia que es elevada a la función de un mito, esa castración es la que se transmite de padres a hijos, es decir lo que ocurre si todo sale bien; el neurótico puede apelar al padre como si fuera un ser excepcional no castrado, lo quiere como el autor de la ley y el garante de la verdad; pero no es ninguna de esas cosas, el padre desde el inicio es A barrado. Solo que recién al final de la tragedia de Edipo se revela como tal. Todo esto para diferenciarlo de Hamlet, retengamos por el momento. Pero esto es lo que garantiza, como decíamos, la transmisión de la castración a través de las generaciones. Garantiza que no hay un padre no castrado. Sabemos que las cosas se complican cuando un progenitor, un papá, se presenta como no castrado.
Bueno, resulta que en Hamlet todos saben. El padre sabe (que lo mataron, quién lo mató y por qué), y Hamlet hijo sabe. El espectro se presenta para decirle que no murió en su jardín, picado por una serpiente como se dijo, sino que su hermano Claudio le vertió un veneno en la oreja mientras estaba durmiendo, y Lacan se ríe un poco de esto de la oreja y del veneno pero así está contado. La cuestión es que este saber de entrada hace toda la diferencia con Edipo.
Pero hay otra diferencia de mucho peso, que es la siguiente: mientras que para Freud lo importante del Complejo de Edipo es el deseo por la madre como objeto sexual y como objeto de amor; para Lacan no. Para Lacan lo importante, y es lo que logra situar en Hamlet, es el deseo de la madre. La madre de Hamlet es una mujer que se presenta con un deseo problemático para su hijo; es un deseo insaciable, voraz; Lacan nos dice que es del orden del engullimiento, esto nos suena a goce: cuando el deseo del Otro vira peligrosamente al goce, el deseo del sujeto, que se modela sobre el deseo del Otro, está obstaculizado; es el momento máximo de la angustia. 
Y el personaje de Gertrudis es presentado así, a los dos meses de la muerte de su marido se casa con Claudio, y por lo tanto Claudio accede al trono que hubiera debido ser para el príncipe Hamlet. Hay mucho despojo ahí: al rey Hamlet lo despojan de su vida, de su trono, de su mujer, y al príncipe lo despojan de su padre, del poder… y encima su madre no hace el duelo. Y aquí empezamos con la problemática del duelo. Hay una frase célebre sumamente elocuente, que Hamlet le dice a su amigo Horacio: “Economía Horacio, economía, las carnes que sobraron del funeral se sirvieron frías en la mesa de la boda”. Entonces, hay un duelo que está salteado ahí, ya es un problema.
Hamlet es una obra que tiene unos llamados pre-Hamlet, que son: una leyenda muy antigua, del siglo XII, escrita por Saxo Grammaticus -historiador danés que escribe sobre el medioevo en Dinamarca-, la leyenda del príncipe Amled; esto  es retomado cuatro o cinco siglos después por un escritor francés, Belleforest, quien hace un primer Hamlet; por la misma época un dramaturgo inglés hace un primer borrador de la pieza teatral, y luego viene Shakespeare que cambia algunas cosas que según Lacan son fundamentales para que la obra tenga la resonancia que tiene y que seguirá teniendo en el mundo literario y en el mundo del teatro. Por ejemplo, lo que hace con el personaje de Ofelia y algunas escenas que son de su cosecha y que no estaban en los pre-Hamlet. Fue estrenada por primera vez en 1601, en Londres, y desde entonces cada vez que se estrena, nos recuerda, es un acontecimiento y además interpretar a este personaje es muy importante en la carrera de un actor. Y, cosa curiosa, no hay actor que lo interprete mal; cada uno a su manera, de modo que hay tantos Hamlet como actores que lo interpretan.
Porque es la tragedia del deseo, la que nos va a ayudar a los psicoanalistas entender qué es el deseo; y como espectadores, cada uno es atrapado por la representación porque la obra es como una red que captura el deseo. Hay que aclarar que esto llega a su grado de perfección más alto en el idioma inglés, porque si ese poema es traducido pierde impacto, pierde la contundencia que tienen esos versos. En particular porque Hamlet, a lo largo de toda la obra, mientras da vueltas, vacila, pospone, finge estar loco; y su manera de fingirlo es hacer equívocos, jugar con las resonancias de la lengua, tomar al vuelo lo que se le dice y convertirlo en un juego de palabras; hace, dice Lacan, lo que hacían los llamados locos de la corte que eran los bufones, que tenían un papel muy importante, porque con este hablar preciosista y equívoco largaban verdades que nadie se animaba a decir y les estaba permitido.
 Es un uso del lenguaje que privilegia la relación de los significantes entre sí, dejando de lado la dimensión semántica. Esto no le puede pasar inadvertido a Lacan, porque es la retórica propia del inconsciente, y lo destaca.
Hay un poeta y crítico literario especialista en Shakespeare, Ives Bonnefoy, que murió en 2016, que escribió en 2015 un libro llamado “La vacilación de Hamlet y la decisión de Shakespeare”. Con la vacilación de Hamlet, sabemos a qué se refiere, a su procrastinación; y con la decisión de Shakespeare se refiere a una elección por cierto tipo de poesía. ¿Cuál? La que privilegia la dimensión del significante: los juegos de palabras, los equívocos, la palabra de ingenio, todo lo que es formación del inconsciente diríamos nosotros; es un modo de poesía entre otros y este poeta dice que Shakespeare, en el siglo XVII elige, se inclina, por ese tipo de poesía y él lo destaca. 
Lo curioso es que no menciona ni una vez a Lacan en su libro, y sin embargo Lacan dice exactamente lo mismo en 1959, y es más: dice que si a la obra le quitamos la parte equívoca, preciosista, de calambures, de juegos retóricos, recortamos el ochenta por ciento de la pieza, ni más ni menos. Con lo cual destaca la importancia que tiene este aspecto de la poesía en Shakespeare.
Siguiendo con el asunto del duelo, me voy a adelantar un poco a la conclusión de lo que Lacan desgrana en las siete clases dedicadas a Hamlet en el seminario El deseo y su interpretación. Qué es lo nuevo que dice Lacan acerca del duelo frente a la pobre versión freudiana presente en duelo y melancolía, pobre porque es solamente una versión, no una teoría ni una doctrina, señala un par de cosas que pasan con la libido y omite muchas, por ejemplo la cuestión del ritual y su función, etc. 
Lo que personalmente interpreto de lo que Lacan dice es que habría un duelo constitutivo, aunque él no lo exprese así, que sería la matriz de todos los duelos posteriores en la vida; ese duelo constitutivo es el duelo por el falo. Dice que cuando Freud, en 1924, escribe La declinación del Complejo de Edipo, destaca que el niño o niña abandonan el Complejo de Edipo por la amenaza de castración, y deben hacer un duelo por el falo. Lacan extrae la lógica de esto, para Freud el falo es el pene, para Lacan no. Y dice que el duelo intrínseco a la neurosis es una consecuencia de la renuncia a ser el falo (a serlo, no a tenerlo). Esto tiene mucho que ver con la represión primordial, ese inconsciente estrictamente inconsciente, ese núcleo de no saber que jamás será levantado y que es el no saber acerca de la muerte.
Eso es lo que hubiera debido quedar oculto para Hamlet, y quedó al descubierto, se levantó el velo, cosa que no puede ocurrir; es un imposible. Por eso Hamlet tiene estructura de mito, porque muestra en acto algo que es imposible; lo mismo que el Edipo de Sófocles, que muestra la relación sexual que no hay, disfrazada con la imaginería del incesto.
Hay que recordar que Lacan viene de analizar, a su manera, ese sueño freudiano que reza “él no sabía que estaba muerto”, que es ejemplar. De una manera tan breve como es su texto, lo que muestra es que el no saber no es el del semejante muerto, del objeto de amor perdido, sino el del propio sujeto que sueña; esa es la represión primordial. El hecho de que la muerte esté en el centro de la vida hablante desde el nacimiento, y no al final de una carrera biológica, es lo primariamente reprimido. Es así como Lacan analiza ese sueño freudiano; en cambio Freud analiza ese sueño de acuerdo al esquema edípico como el deseo infantil de querer matar al padre y acostarse con la madre, y así agrega al texto del sueño que cuenta el soñante, unas cláusulas: el soñante dice “mi papá estaba ahí y me hablaba como siempre, sólo que estaba muerto y no lo sabía”, y Freud agrega: “según su anhelo”, anhelo de muerte.
 En cambio Lacan destaca que como lo inconsciente no puede decirse en primera persona, cuando el relato dice “él no sabía”, se refiere al propio soñante como sujeto del inconsciente que no sabe que está muerto, y que como acaba de sufrir una pérdida y está de duelo, se encuentra muy cerca, sin alcanzarlo jamás, de ese saber sobre la muerte. Es lo que ocurre cada vez que muere o se pierde algo o alguien importante; muchos fenómenos que ocurren en un duelo, incluso alucinatorios, tienen que ver con la cercanía de ese real del que no se puede saber nada; y después hay todo un aparato, que constituye el duelo mismo, de manera parecida a lo que ocurre en la psicosis; es la puesta en juego de toda la maquinaria significante que va a tratar de bordar y de cubrir ese cráter que se abrió en la realidad, ese agujero real que dejó el objeto que se perdió o que se murió.
Lo compara al trabajo del delirio, y también dice que los rituales que en la era moderna se han perdido bastante también tienen esa función. Todo el aparato significante, su puesta en juego masiva, nunca va a alcanzar a cubrir el agujero dejado por la pérdida; pero va a reparar ¿qué? El fantasma, que es lo que vaciló, lo que tembló, cuyo marco se desestructuró. Esto ocurre en cada pérdida, y el duelo tiene como función volver a armarlo, pero de otra manera. Porque otra cosa muy importante es que el duelo es subjetivante, es un acto y por lo tanto el sujeto sale cambiado, y el fantasma sale retocado.
En el caso de Hamlet, él tiene un doble obstáculo: uno es el mandato superyoico de su padre; no es su padre sino su espectro, que para colmo viene de ultratumba y le cuenta que habita en el infierno, y que lo que vive es tan abominable que no se lo puede relatar. Un rey que era ejemplar, sumamente idealizado, y ese es otro problema con el que carga Hamlet, la idealización que hace de su padre; era el más perfecto, el más excelso, el mejor padre, el mejor rey y el mejor marido, amaba a su esposa. Hay que detenerse en eso porque cuando habla de Claudio es totalmente lo inverso: es el más bajo, el más abyecto, es una porquería, es un pervertido; hace pensar en el revés y el derecho de una misma cosa que le hace obstáculo a Hamlet. 
Y resulta que ese padre -es un argumento un poco débil, pero se trata de una ficción- le dice que como estaba durmiendo cuando lo encontró la muerte, como ella fue tan disruptiva, no se le permitió arreglar sus asuntos en la tierra, o pedir perdón por sus pecados, o qué sé yo; dice que lo mataron en la flor de sus pecados y por eso se fue al infierno. Uno creería que si era tan bueno y para colmo lo mataron, se podría haber ido como mínimo al purgatorio, pero no: está en el infierno. También podemos pensar que el espectro no es el padre, sino el producto de esa desestructuración del fantasma que sufre Hamlet por los acontecimientos.
Entonces está bajo la presión de ese mandato superyoico de venganza, mandato que encierra una contradicción porque le dice dos cosas: que mate a su tío Claudio para vengar su muerte, pero que cuide a su madre, que no la maltrate, que no cometa excesos; que se interponga “entre ella y su atormentada alma”, y como resulta que su madre casi ni lloró a su marido y se casó con su cuñado, es un mandato imposible para Hamlet, que está totalmente torturado por esa manifestación del deseo de su madre -este es el otro obstáculo que encuentra Hamlet- que es lujurioso, inescrupuloso, que no ha respetado el duelo y que es muy sexual, y a Hamlet esto le hace aparecer la sexualidad femenina en su cara más horrorosa, la que provoca más espanto; esto tiene una precisión teórica a la que quiero llegar. Y esto arrastra a Ofelia también, que no tiene nada que ver y que era el amor de Hamlet y que estaba también ella profundamente enamorada de él. Se ve arrastrada en esta denostación de la sexualidad femenina que es muy fuerte.
Doblemente obstaculizado entonces: por el mandato superyoico de su padre y su núcleo de contradicción, y por el deseo/goce de la madre que para Hamlet es inadmisible; lo que hace es perder él mismo el objeto de su deseo y de su amor que era Ofelia, y la propia situación de su deseo en el fantasma.
Todos los críticos en todas las épocas se preguntaron, reflexiona Lacan, por qué Hamlet da vueltas y no hace lo que tiene que hacer; y los más importantes de entre ellos apelan a la psicología de Hamlet. Goethe por ejemplo, concitando mucha adherencia con esta interpretación, dice que se trata de un hombre que piensa demasiado, tiene muy desarrollada la racionalización y esto va en detrimento de la acción. O sea, es un neurótico obsesivo. Otros dicen que es un histérico. Lacan dice es un obsesivo, un histérico y un fóbico, primero porque no es una persona real sino un personaje de ficción, y también porque lo que muestra es el deseo de la neurosis en todas sus incidencias. 
E indica también que para explicar la vacilación de Hamlet es un error referirse a su psicología; hay algo en lo que coincide con Jones -no coincide en lo demás- que es lo siguiente: el problema de que no actúe está en el encargo mismo que se le ha hecho, y no en la psicología de Hamlet. Ese encargo, por alguna razón le repugna; y entonces cada vez que tiene una ocasión de matar a Claudio encuentra una excusa para dejarlo para más adelante. Finalmente, cuando lleve a cabo su acto, va a ser a costa de su propia vida y todos terminarán muertos. Un acto chapucero dice Lacan, mal hecho, hecho de última y pagando un precio muy alto.
Pero va a poder hacerlo después de hacer su duelo por Ofelia, con Ofelia muerta, y no antes. Es notable que Lacan recién en el seminario sobre la angustia, es decir cuatro años después, va a hablar de la importancia del marco; la angustia está enmarcada. El marco del espejo y el marco del fantasma. Y acá lo tiene presente por lo menos dos veces en la obra, pero todavía no lo ha formulado así. Una de esas veces es en la escena sobre la escena, tan comentada, también llamada el teatro en el teatro; es cuando Hamlet hace traer a unos actores para que representen -esta es una más de sus dilaciones- una obra teatral retocada por él que se parezca exactamente al crimen que cometió Claudio; para que todos asistan a esa obra y capturar la conciencia del asesino; que cuando vea representado su propio crimen, y que es lo que efectivamente ocurre, se impacte y se sienta culpable. 
Porque Hamlet quiere estar seguro, y ese es otro detalle: a él no le basta con lo que el espectro de su padre le dijo, él quiere estar seguro de que eso ocurrió así y por eso monta esa escena. Eso ya es un marco, un marco para la angustia. En esa escena hay un personaje que se acerca a otro personaje que está dormido y le vierte el veneno en la oreja y luego, la que estaba casada con el muerto se casa con el asesino. Y lo que ocurre es que cuando el rey, Claudio, está asistiendo a esa representación, de pronto se levanta indignado, y dice que no tolera más eso, y se va con toda la comitiva detrás.
Y hay otro momento de marco que es la escena del cementerio, que Lacan hace notar que no está presente en ninguno de los pre-Hamlet, la inventó Shakespeare. Esa escena muestra la tumba abierta en la tierra, en la cual van a enterrar a Ofelia; claramente, la tumba hace de marco a un fantasma que se va a reestructurar en ese momento, y de marco del espejo también. Porque en ese agujero abierto en la tierra se va a arrojar Hamlet para luchar con Laertes que es el hermano de Ofelia, dado que no soporta la expresión de su duelo, el alarde de su dolor, dice.
Pero voy en orden. Cuando termina la “escena sobre la escena”, Hamlet se va al dormitorio de su madre a hablar con ella, porque ella se lo requirió. Es que todo el mundo se pregunta qué trama Hamlet, que maquina, por qué parece que está loco, qué está tramando; todo el mundo está muy inquieto, y le arman trampas, Hamlet las elude a todas, menos la última. Y en este contexto Gertrudis los llama a su dormitorio para hablar con él, porque quiere saber que le pasa y qué se propone.
 Como en toda tragedia hay algunas cosas que son un poco cómicas, esta es la escena en que Polonio, chambelan del rey y padre de Ofelia y Laertes (personaje detestable, pero no viene al caso ahora), se esconde detrás del cortinado para escuchar lo que dicen, con anuencia del rey y de la reina. Lo gracioso o trágico según como se mire, es que Hamlet después de la “escena sobre la escena” se encamina al cuarto de su madre y se topa con Claudio que está arrodillado y rezando. Dice: qué crimen terrible cometí Dios mío, nunca podré ser perdonado, oscila entre pedir perdón y saber que lo que hizo es imperdonable; la cosa es que Hamlet tiene la oportunidad justa de sacar la espada y matarlo, porque Claudio no lo vio, está totalmente indefenso, agachado. ¿Y qué hace? Dice no, mejor ahora no lo mato porque está rezando, a ver si Dios lo perdona… 
Freud diría es tan endeble el argumento que seguramente oculta un motivo inconsciente. Entonces lo deja para después. Y cuando llega al dormitorio de su madre empieza a conminarla, a retarla, a persuadirla de que deje de revolcarse con Claudio, que lo que hace es desvergonzado, que ya no tiene edad para eso… la trata con mucha crudeza, porque él ha pensado antes: “voy a clavarle el hierro en su corazón”. Y efectivamente Gertrudis le dice: “me habéis partido el corazón, haré lo que digáis”, después de que Hamlet la trató de puta con todas las palabras poéticas en inglés que nos queramos imaginar.
Y como además el problema es que hay un objeto digno y uno indigno, le dijo a su madre cómo vas a comparar a Hiperion -así llama a su padre, es un titán hijo de Júpiter y de Gea- con esta basura -Claudio-. Y después de que la madre acepta hacer lo que él le dice, Hamlet cambia de discurso bruscamente y le dice algo así como que se olvide de todo lo que él le acaba de decir y que haga lo que ella quiera. Lacan le da mucha importancia a eso porque es notable lo que llama su recaída, la recaída de su deseo. Una agachada. Una declinación, una renuncia, una capitulación. ¿Por qué? Porque Hamlet perdió su deseo, lo perdió cuando rechazó a Ofelia. Eso ocurrió antes de las escenas que estamos comentando.
Entonces, dos cosas en la escena del dormitorio, que es una escena clave según Lacan: una, la conminación, otra la recaída, donde le dice más o menos que vuelvan, ella y Claudio, a revolcarse debajo de las sábanas. Lacan no cita el poema sino que hace su propia interpretación graciosa del mensaje, por ejemplo, dice que Hamlet le reprocha a su madre habérselo “embutido”, refiriéndose a Claudio y a su pene. También dice: ella es un coño abierto, se va uno y llega otro. En esos términos se va expresando con total falta de respeto por el poema, pero de una forma muy clara, y nos dice que si Hamlet recae en su deseo y no puede sostener esa conminación que le hace a su madre, es porque, repito, perdió su deseo por haber rechazado a Ofelia.
Perdió su deseo en realidad por que se desestructuró su fantasma; el fantasma es el soporte del deseo, y ahí viene a tallar el grafo donde Lacan explica cómo sucede esto. En esta misma escena ve moverse algo detrás del cortinado, y pensando que es Claudio clava la espada y mata a Polonio. Por la muerte de su padre Ofelia se vuelve loca y termina ahogada. Es decir, todo mal hecho de punta a punta.
Hay dos escenas importantes con Ofelia, al comienzo de la obra y luego del encuentro con el espectro. Una, que marca el extrañamiento de Hamlet con respecto a ella, a quien antes le había escrito cartas de amor y de quien estaba muy enamorado. Es una escena muda y es relatada por la misma Ofelia: el príncipe entra en su habitación con la ropa muy desarreglada y con el semblante muy transfigurado -hace pensar en un desencadenamiento-, no habla y la mira fijo con un brazo extendido hacia ella, y después se va, sin volverse y sin dejar de mirarla sale por la puerta. Y otra escena en la cual Hamlet sí habla y la trata con una crueldad, una vileza, un maltrato, una injuria inclusive, notables. Porque la sexualidad femenina se le ha vuelto lo peor del mundo, lo más horroroso y lo más temido. Entonces le dice que se vaya a un convento, que es su único destino; le da a entender que para una mujer la opción es el convento o el sexo, y si es el sexo, que es lo peor de lo peor, entonces será una “criadora de pecadores”. 
¿Qué pasó? En este duelo primordial, constitutivo, duelo en el que el neurótico renuncia a ser el Falo, que es lo que llamamos la operación simbólica de la castración, indisociable de la operación real que es la privación, ¿a qué se renuncia? O mejor dicho, ¿qué es lo que se sacrifica en la operación de privación? Esa parte del organismo viviente que queda perdida por la entrada en el lenguaje, que por el lenguaje queda mortificada. Eso es el Falo, Φ.
Es Fi mayúscula. Porque luego está su representación imaginaria, menos fi minúscula, que es el brillo que eventualmente reciben los objetos que se tienen o no se tienen; alternativamente se tienen y no, es la alternancia propia de la neurosis. Pero el Falo, con mayúscula, ha sido sacrificado. Ha sido perdido y eso conlleva un duelo que es, como decíamos, el molde de todos los duelos por venir.
Está esa dialéctica conocida entre ser y tener el falo, que ha persistido entre nosotros como si fuera un modo de especificar las relaciones imaginarias entre lo femenino y lo masculino, donde se dice que lo masculino es tenerlo o no tenerlo y lo femenino es serlo o no serlo. En realidad, esta dialéctica del ser y el tener sirve menos para explicar la comedia de los sexos que para explicar lo que en todos nosotros ocurre en el pasaje de la privación a la castración, es decir: se supone que el Falo, esa libra de carne perdida, sacrificada para siempre por la entrada en el lenguaje, que no corresponde a nada intuitivo dice Lacan, es el único significante del que el Otro no dispone (A barrado); pero viene a ser cubierto, o taponado, por el objeto del deseo en el fantasma. 
Ese objeto le hace de tapón al Falo, con lo cual Falo y objeto a son indisociables en la teoría, pero además ¿qué ocurre si el objeto deja de hacer de tapón? Por ejemplo cuando alguien muere, cuando un objeto de amor se pierde. El Falo queda al descubierto, y eso es una tragedia. Ese agujero real es lo que hay que apresurarse a tapar con el trabajo del duelo. 
Allouch en su libro critica mucho el término trabajo, exageradamente, creo; algunos que pensamos en estas cosas, creemos que a pesar de que el libro de Allouch tiene un enorme valor, ese ensañamiento con el término trabajo no tiene mucho asidero. Años después él mismo no retoma esto y vuelve a hablar de trabajo del duelo. Es un trabajo como el del sueño, un trabajo con los significantes; es trabajo retórico, es metáfora, es metonimia, es todo aquello que permite, aunque sin lograrlo nunca totalmente, hacer algo con ese agujero real, cráter abierto por la pérdida.
Fíjense que Freud dice en duelo y melancolía que cuando alguien está de duelo primero introyecta al objeto perdido -que hay que ver qué quiere decir con introyección y con objeto, cosa que Lacan revisa con su ternario; para Freud ocurre una identificación con la persona, no con el objeto, y no es lo mismo: una persona puede o no ocupar el lugar del objeto de deseo en el fantasma, como era Ofelia para Hamlet-, y, sigue diciendo Freud, comienza un trabajo de rememoración que según Freud está destinado a retirar el investimiento libidinal del objeto perdido. Lacan dice es al revés: todo ese trabajo de rememoración está destinado a investir al objeto.
Por otro lado, como señala Allouch, para Freud la operación del duelo es una operación limpia, que da cero, en Lacan en cambio nada da cero, todo deja resto, pero Lacan tiene su ternario; sabe que lo simbólico tiene un agujero. En Freud da cero porque tiene la teoría del objeto sustitutivo, en Lacan el objeto es insustituible.
Pero lo importante es que el trabajo de duelo estaría destinado volver a colocar ese tapón sobre lo que quedó al descubierto; es decir, a volver a restaurar el objeto del deseo y el fantasma que le da su marco. Sin lo cual no hay acto posible (no acciones, acto); por eso Hamlet no actúa. Es capaz de un montón de acciones, hay momentos en que no vacila para nada, por ejemplo cuando saca la espada y ensarta a Polonio: ninguna vacilación; o cuando el rey y la reina lo mandan Inglaterra, con dos cartas selladas, pidiéndole a los ingleses que cuando llegue lo maten, y él, en el barco y en medio de una tempestad, toma las cartas y rompe sus sellos, cambia sus contenidos y las vuelve a sellar, como resultado de lo cual hace que maten a los compañeros que lo traicionaron. Ahí acciona con precisión y no vacila.
Es decir, está impedido del acto porque es el deseo el motor del acto, no hay otro. El duelo por el Falo, la operación de la falta real que es la privación, todo esto tiene como consecuencia el deseo. El deseo es la metonimia de la falta en ser, escribió Lacan muy tempranamente. De la falta en ser… el Falo.
Lo único susceptible de empujar al acto es el deseo. Si no está ese motor, tenemos acciones que yerran su cometido, dan vueltas en círculo, se repiten. Pero el acto, el que cambia las condiciones anteriores, es raro.
Por lo tanto, si el deseo está obstaculizado como lo está en Hamlet, y no tiene más el sostén del fantasma… En el grafo: el significante de la falta en el Otro, arriba y a la izquierda, es aquello de lo que parten tanto Edipo como Hamlet, con una diferencia: Edipo no sabe que parte de acá, que el padre está castrado, y encuentra la castración al final; en cambio Hamlet, que sabe, parte de acá. 
La línea inferior de la demanda, s(A)→A, lugar del discurso consciente, donde Je dirige su demanda al Otro y recibe como respuesta retroactiva el significado del Otro, lo que decide el sentido de lo que ha pronunciado. 
Pero la línea superior también está constituida por una cadena significante sólo que inconsciente. Ahí nos encontramos con ese gancho del que Lacan hace un signo de interrogación, donde el sujeto se pregunta qué quiere y recibe su propia pregunta en forma invertida desde el Otro. El fantasma, sujeto barrado corte del objeto a, que está enfrente del deseo, d, lo sostiene; lo sostiene de manera homóloga a como, en la parte inferior del grafo, el yo (m) se sostiene en su imagen especular (i(a)). Lacan indica que Hamlet está detenido en significante del Otro barrado y no puede proseguir el camino hasta el fantasma; entonces lo que hace, y esto es lo que ocurre en la recaída de la conminación hacia su madre, es caer “en picada” hasta el significado del Otro, s(A). El significado del Otro es la respuesta de su madre (ausencia de duelo, lujuria).
Este circuito que va desde el significante de la falta en el Otro, al sujeto en relación a la demanda -que posteriormente será la fórmula de la pulsión-, hacia el deseo, d, y luego al fantasma, forma una especie de cuadrángulo que es el circuito inconsciente. Normalmente el circuito inconsciente se detiene acá, en el fantasma; no baja hasta el significado del Otro. Si pasa a ese lugar, tenemos la perversión. Y efectivamente, cuando Hamlet recae, se encuentra sumergido en un discurso perverso con respecto a Ofelia.
Lo que hace la escena del cementerio, y vamos a ver que es por obra de los celos, es reconstituir este circuito para poner su deseo a punto, restaurar el marco del fantasma y poder llevar a cabo su acto. Tarde, pero lo lleva a cabo. Es en función de los celos, es decir que lo que está en juego es esa línea inferior que va del yo a la imagen del otro, porque ve, en ese rectángulo de la tumba abierta donde ya depositaron a Ofelia, a su hermano Laertes llorar con mucho dolor; manifiesta su dolor a viva voz y se arroja al pozo para abrazar una última vez el cadáver de Ofelia.
Esto a Hamlet le resulta intolerable, siente celos e inmediatamente vuelve a colocar a Ofelia en el lugar de objeto de su deseo; es decir, taponando ese lugar de lo imposible que es el Falo al descubierto. Hamlet le grita a Laertes: “yo amaba a Ofelia, y cuarenta mil hermanos con todo su cariño no llegarán jamás a la suma de mi amor”. Se tira a su vez en la tumba abierta y se traba en lucha cuerpo a cuerpo con su imagen en el espejo que es Laertes. Totalmente apto para ser su imagen especular: es de su misma generación, aristócrata como él, buena persona como él, fueron amigos, compañeros y es el hermano de su amada. Se agarran del cuello uno al otro hasta que los presentes se escandalizan ya que están en medio de un funeral y los separan.
Posteriormente Hamlet se arrepiente y le pide disculpas, pero la relación especular ya hizo su trabajo benéfico: en el interín pudo hacer su duelo, ese que estaba obstaculizado; Ofelia, que ya es un objeto imposible porque está muerta -y dice Lacan “tiene una existencia tanto más absoluta cuanto que está muerta”, es decir, junta la muerte del objeto con su existencia absoluta, porque el objeto del deseo es imposible de todos modos-, pone a punto su deseo, se reconstituye su fantasma y pasa al acto.
Hay una última escena donde le proponen a Hamlet algo inverosímil. Porque a todo esto Laertes volvió de viaje, se enteró de que el responsable por la muerte de su padre fue Hamlet y todo se complicó mucho para el reino. Hay entonces un complot entre Laertes y el rey Claudio para matarlo. La trampa es un torneo de esgrima, donde van a luchar pero por deporte, Laertes y Hamlet. Con floretes con botón, para no herirse. Y Claudio va a apostar por Hamlet, y hay un montón de regalos preciosos en el medio. Todo tiene una apariencia muy tramposa, y sin embargo a esa propuesta, ¡Hamlet dice que sí! Acepta, a pesar de que ya pasó la escena del cementerio, y la efectuación de su duelo.
Todo está preparado así: las espadas van a tener botón, pero Claudio y Laertes conspiran y deciden que en el momento de darle cierta estocada Laertes a Hamlet, lo hará sin el botón para herirlo; pero por las dudas de que no lo hiera de muerte, le compra a un brujo un veneno y moja la punta de su espada con él. No conformes con esto Claudio hace preparar una copa con veneno, para dársela a Hamlet cuando tenga sed y pida de beber. Por confusión, de esa copa toma Gertrudis y termina muerta. Todos acaban muertos: después de que Hamlet y Laertes se hieren de muerte uno al otro, puede Hamlet herir de muerte a Claudio.

Esto es lo que Lacan llama un trabajo chapucero.


domingo, 30 de enero de 2022

 Charla-taller: Un pobre en la fiesta

“Lo que así se presenta, se presenta como pobre en la fiesta en la que el cuerpo irradiaba recién por estar enteramente fotografiado, radiografiado, calibrado, diagramatizado y posible de condicionar, dados los recursos verdaderamente extraordinarios que oculta, pero quizá, también, ese pobre le aporte una posibilidad que vuelve de lejos, a saber del exilio a donde ha proscrito al cuerpo la dicotomía cartesiana del pensamiento y de la extensión, la cual deja caer completamente de su aprehensión lo que es, no el cuerpo que ella imagina, sino el cuerpo verdadero en su naturaleza”. 


J.Lacan. Psicoanálisis y Medicina. 1966


La medicina científica nació, en su condición de científica, del abandono de las explicaciones religiosas y de la búsqueda estricta de un saber que conectara causas y efectos presentes en la naturaleza.

Esto la vuelve restrictiva en su acción. No es sólo que rechace el oscurantismo de la magia y de la religión: no podrá en adelante conectar a las enfermedades con el duelo, el traumatismo, el mal encuentro, el desamor en la crianza o el exceso de goce, por nombrar unos pocos ítems. Estas consideraciones, si las hubiera, arrasarían automáticamente con su estatuto científico, o dicho de otro modo, dejaría de ser “medicina”. Todo lo anterior no entra dentro de su discurso propio. 

Sin embargo conviene no olvidar que la Clínica excede ampliamente a la clínica médica. La clínica incluye todo síntoma, dolencia, malestar, disfunción o la llamada enfermedad. Y ya no es posible sostener esa endeble división entre somático y funcional con  que los médicos trataron de apartar de su campo lo que no entendían.

El materialismo científico obliga al discurso médico a cerrarse sobre él. El organismo es materialidad que sabe e informa, lo etiológico se afinca sobre esa materialidad y sobre ella la medicina actúa.

Pero el cuerpo, que no es el organismo, está compuesto en una parte importante por lo que aquel que padece un síntoma dice de él, teniendo en cuenta que la enfermedad que lo afecta ha venido a habitar en una mixtura de organismo y lenguaje. Eso es lo que cabalmente se llama “cuerpo”, mientras que el organismo está perdido como tal.


2

J. Clavreul hacía notar en ya 19781 que poner el acento en que la medicina es un discurso (o un “orden”, como dice él), nos coloca a los psicoanalistas en otro lugar que en el de la ciencia, para poder hacer su crítica; crítica de los límites de la ciencia positivista y crítica del orden médico que está de lleno en la ciencia positivista. 

Porque, entre otras cosas, sumergir a la medicina en la ciencia imperante es confundir objetividad y exactitud con verdad, y para el psicoanálisis la verdad es otra cosa. La verdad está en la enunciación del sujeto que habla de su padecimiento, que es muy precisamente lo que el médico científico omite, actuando en el marco de la hegemonía epistemológica que tiene como modelo a la biología.

Habría medicinas, en plural, medicinas antiguas, medievales, medicinas americanas de antes de la conquista, y medicinas contemporáneas pero no occidentales, todas ellas con un cierto grado de eficacia que la Medicina, o sea el discurso imperante acerca de ella, no puede ni quiere tomar en cuenta porque, simplemente, esas otras medicinas se caen del paradigma. No vale la pena reprochárselo porque es como es, dentro de su discurso propio, para lo bueno y para lo malo; no podría abandonar ese discurso sin dejar de ser medicina.

Según J. Clavreul la filosofía positivista barrió con la historia de la medicina, es decir con las condiciones contextuales de cada descubrimiento y también con los períodos estériles en que no había nuevos descubrimientos. Esta prescindencia de la historia vuelve a los avances médicos un producto de la buena fortuna (pero de esa buena fortuna que depende del azar, ya que hay otra que depende del deseo) o del genio del descubridor. Y sin embargo no es posible considerar una ciencia que se agota en su propia metodología y que no tiene en cuenta las condiciones sociales, históricas, económicas, geopolíticas, poblacionales, etc. etc.

Queda entonces el discurso médico separado de todo contexto, y la estructura de este discurso consiste en cortar o recortar un objeto artificial llamado enfermedad, de las relaciones entre el médico y el enfermo por una parte,  y entre el enfermo y sus síntomas por otra. Esto vuelve a la medicina totalitaria y paradójicamente religiosa; pero sobre todo, al enfocar todas sus luces en el objeto enfermedad, pierde información por otro lado, y como ese lado queda en sombras, la medicina se vuelve ineficaz sin  siquiera darse cuenta.

La medicina ataca al objeto enfermedad para curarla, y todo lo que ocurre en las relaciones mencionadas entre el médico y el enfermo y entre el enfermo y sus síntomas, por  haber sido expulsado, retorna por otro lugar en forma de más enfermedad, o de una nueva enfermedad.


3

La enfermedad es considerada por el orden médico como una excrecencia, un cuerpo extraño, en el sentido de que no quiere ser reconocida  como inherente a la vida aunque se sabe que lo es. El enfermar es en esta concepción una anomalía que viene del Otro, un castigo, un mal azar; a la cual hay que combatir con las armas puras de la razón científica, sin interrogarla nunca en el seno de una historia particular y de una relación entre el cuerpo y el lenguaje que es propia del animal humano.

Tomada por este sesgo, la medicina se vuelve ineficaz cuando sobrediagnostica. Cuando aprovechando los recursos que el progreso tecnológico le da a manos llenas, como dice Lacan en Psicoanálisis y medicina2, multiplica la cadena de medios de búsqueda: eso que se llama prevención secundaria, que tiene por efecto la posibilidad de sobre-medicalización. La sobre-medicalización quiere decir la entrada de una persona sana en el circuito creciente de especialidades médicas. 

Esta sobreactuación médica lleva a encontrar alteraciones que si no se hubieran descubierto podrían haber permanecido en estado de latencia durante toda la vida de la persona. También ocurren episodios únicos (convulsiones, por ejemplo) que podrían seguir siendo únicos, lo que nunca se sabrá si el paciente es obligado a medicarse “de por vida” con una droga neurológica que no es precisamente inocua. También las cirugías innecesarias escapan a todo control externo al propio discurso médico.

Entonces, la inmersión de la medicina en la ciencia moderna desvinculó al sujeto de su enfermedad. Y por lo tanto la medicina cura una patología, pero el sujeto expulsado retorna en otra; es un callejón sin salida, y no habrá aparatosa y costosísima maquinaria preventiva que pueda disminuir el enfermar si el sujeto no se hace presente con su historia, sus significantes, sus zonas erógenas,  su cuerpo marcado libidinalmente por el lenguaje de una manera específica.


4

Sucede que el médico no aborda un organismo, como se cree; y en este aspecto las metáforas maquínicas del cuerpo (el cuerpo como máquina) no hacen más que resaltar su cualidad de artificio significante. Pero además el médico se enfrenta, aunque no quiera, con un cuerpo en el sentido cabal en que lo entiende el psicoanálisis, una sustancia viva que está marcada por el lenguaje de tal forma que por encima de la fisiología animal sobresalen el deseo y el goce.

El médico está frente a este cuerpo, pero ignora estas dimensiones marcadas por el lenguaje; lo fija en cuadros estáticos que le proporcionan los medios tecnológicos, además de dividirlo en partes cada vez más numerosas que son tratadas por las especialidades, divorciadas del conjunto. 

Desde siempre los avances de la ciencia obligan a los científicos a responder por los efectos no deseados o francamente dañinos de esos avances; las nuevas armas para la guerra, los cambios climáticos, los daños en el planeta. Pero curiosamente, en el terreno de la medicina parece que todo fuera bueno y santo; el científico puede quedarse tranquilo con su conciencia como si todo el uso de la ciencia por parte de la medicina fuera moral. 

Aclaro que no hablo de las manipulaciones genéticas y otras prácticas peligrosas sobre la vida, la sexualidad y la muerte que son discutidas por los propios cientificos; me refiero a la medicina común y corriente, con sus aparatos de diagnótico y prevención, con su manera de prescindir de la anuencia o del consentimiento de los enfermos, con la producción solapada de enfermedades donde no las había y con la manipulación económica de prácticas innecesarias y medicamentos prescindibles.

En otras palabras, el científico investigador no se preocupa de la práctica cotidiana del médico, no ve ahí más que un sacerdocio a favor de la salud. ¿Por qué? porque la nocividad de la práctica médica moderna está oculta. 

Se oculta detrás del personaje del médico, anacrónico pero presente; se oculta detrás de la enorme maquinaria de ganancias que genera; y se oculta también detrás de la ignorancia perpetuada por la estructura misma del discurso médico, en todos nosotros: médicos, pacientes, y hombres y mujeres de ciencia.


5

Esa ciencia nuestra, en la que se inscribe la medicina, funciona a condición de simular que no hay falla en el saber, que el saber es totalizable al horizonte, y que hay acumulación y progreso de saber. Y por eso el afecto de la angustia, único que emana de la falla real que afecta al saber, es pospuesto para más adelante. En consecuencia el deseo, tal como lo entendemos en el discurso analítico, es aplastado.

Pero nosotros sabemos que es el deseo, junto a la potencia de acto que posee la angustia,  los que podrían imprimir un cambio en el padecimiento del cuerpo que no provenga de una sobreactuación médica sobre ese cuerpo.

En el fondo el problema es quién tiene la propiedad del saber sobre el cuerpo. Para ser su propietario, forzosamente el médico tuvo que despojar de ese saber al consultante. Que es el dueño del cuerpo.

Clavreul afirma que el médico es un déspota esclarecido: quiere decir que solamente su saber permite obtener la curación. Tomando como ejemplo a la especialidad psiquiátrica, he vistoal psiquiatra descalificar al psicoanalista que daba cuenta de la merma de un delirio por una intervención cuyo único (y poderoso) medio era la palabra. Afirmando con mucha autoridad que sólo un medicamento es capaz de reducir un delirio o una alucinación, jamás una intervención hablada. Todo esto mientras el auditorio interdisciplinario guardaba silencio.

Era frecuente, en la época de la conferencia de Lacan, que el psicoterapeuta fuera el auxiliar del médico, que lo llamaba a su lado como un complemento a su intervención, la única científicamente válida, que es intervención sobre la materia: la materia, diría yo, es el fetiche de la razón. Es decir, lo somático, y la acción clínica sobre él.

La otra materialidad, la materialidad del significante, a pesar de estar entretejida en ese “somático” hasta subvertirlo y desviarlo de sus funciones naturales, sigue sin ser tenida en cuenta en el discurso médico y en la ciencia positivista en general.

El miedo, y sobre todo el miedo que cierto discurso instala, impide a hombres y mujeres atenerse con más amplitud a su propio criterio acerca de lo que sienten, preguntarse qué grado de incomodidad real les produce una afección cualquiera y si vale la pena aceptar un tratamiento o una intervención que se impone como un protocolo absoluto y no relativo; en este sentido, el saber médico es totalitario.

Cuando la enfermedad se entifica y se considera independiente de quien la porta, la sufre y la describe en sus síntomas, se vuelve un cuerpo extraño que hay que eliminar, y se hace de cuenta que esa operación de eliminación no deja ninguna huella. El acto médico se asienta ideológicamente en una restitución al un estado anterior de normalidad que es imposible.


6

Un problema que trae la posición pasiva del enfermo ante la enfermedad, es la mentira por parte de los agentes médicos. La mentira lisa y llana o la atenuación mentirosa de la verdad son demasiado bien tolerados por el público, cuando deberían constituir un escándalo en la medida en que vulneran un derecho, alimentan falsas esperanzas y subestiman la libertad de cada cual de decidir sobre su vida con todos los datos necesarios. Pero hay que decir que en un número importante de casos el médico se miente también a sí mismo, porque hay una tendencia a empujar siempre más adelante una no-resolución favorable de la enfermedad, porque así está impreso en la ideología médica: callar e intervenir “positivamente” hasta lo último, es decir hasta la muerte misma. Dicho esto, muchas veces la mentira es flagrante y no forma parte de lo que el médico se dice a sí mismo sino sólo de lo que le dice al paciente.

Un análisis no comienza por una mentira pero sí  por un malentendido de estructura respecto del saber y de la garantía, puestos en el analista como se ponen en el médico o en cualquier otro al que demandemos ayuda cuando ya no podemos más con algo. Pero la enorme diferencia con el discurso médico es que el malentendido está, de entrada, no para ser perpetuado sino desmontado, en cada intervención y cada acto analítico: en eso consiste el recorrido analítico mismo, en deshacer el malentendido de la transferencia. 

Por eso es tan importante que el médico o el psicólogo, si es que eligieron el oficio de analistas, se despojen del ropaje de médico o de psicólogo; y no hay medias tintas en el asunto: si vamos a sostener un semblante de saber profesional que cargue el peso de la transferencia exclusivamente sobre  el consultante, mientras del otro lado sostenemos una experticia sin división subjetiva, se termina con la posibilidad de que esa práctica se llame psicoanálisis, aunque siga queriendo llamarse así.


7

Abordando ahora el tema desde el ángulo de la psiquiatría, digamos que la clasificación  del DSM IV consiste en enumerar una serie de comportamientos como si fueran patologías, siempre en relación con un medicamento ofrecido por el mercado. El riesgo, constatado en los últimos 30 años, es el borramiento de las fronteras entre lo normal y lo patológico; la denominación misma de “trastorno” lo permite. Por eso aumenta geométricamente la cantidad de personas que tienen algún cuadro mental, medicadas con antidepresivos fundamentalmente, y con ansiolíticos. Toda esta invención de nuevas enfermedades está comprobada como un gran negocio de la industria farmacéutica. 

Es alarmante dentro de este marco la patologización de la infancia;  por ejemplo, la lista de trastornos del llamado espectro autista, donde entra toda una serie de conductas infantiles que no corresponden al autismo en sentido estricto. En niños de muy corta edad se diagnostican así trastornos incurables, que tratan el síntoma con medicamentos y donde las dos cosas, diagnóstico y medicamento, marcan la vida del futuro adulto para siempre.

En los adultos el llamado trastorno bipolar es una etiqueta en la que cabe todo junto, psicosis, neurosis, fobias, cuadros transitorios o crónicos. Se diagnostica respondiendo a cuestionarios, acerca de si una conducta aparece poco, más o menos o mucho, lo cual es un criterio estadístico a-científico. 

El diagnóstico tiene por efecto fuerte el cerrar y el encerrar. Cerrar la puerta a consideraciones individuales, personales, subjetivas y de todo lo que no se deja clasificar porque no es ni compartible ni conceptualizable, y que el discurso médico cree que carece de peso en la consideración de lo que provoca síntomas. Y encerrar en un protocolo ya instituído de prácticas y de tratamientos medicamentosos. El diagnóstico predica, da un nombre, un ser, uniforma. De esa manera restringe la posibilidad de acción.

Ya no es posible pensar que el hecho de diagnosticar es inofensivo, y que los exámenes destinados a ello también lo son, cuando sabemos que un seguimiento, no transversal sino longitudinal del enfermar y de la enfermedad demuestran lo contrario: que el dianóstico, así como los exámenes diagnósticos, no son inocuos. Además la enfermedad se le vuelve extraña a quien la padece, y  si bien esta sanción del Otro alivia al que sufre, porque le quita responsabilidad sobre lo que le sucede, lo hace al precio no dejarlo apropiarse de sus síntomas. El discurso analítico en cambio juzga imprescindible esta apropiación de los síntomas para poder reescribir el curso de los acontecimientos.

En nuestro propio campo clínico, la clasificación en cuadros, el diagnóstico y cualquier otra generalización, significa abandonar momentáneamente el discurso analítico sin ningún beneficio para la dirección de la cura. Lacan hablaba aún de sujeto obsesivo o histérico durante los 10 primeros años de su seminario, y progresivamente fue dejando caer estos predicados del sujeto al que intentó hasta el final reformular, en primer lugar despojándolo progresivamente de todos sus atributos salvo el de dividido.


8

En Encore, a fines del ‘723, Lacan se pregunta dónde encasillar a la sustancia gozante si no es en lo pensante o en lo extenso. La sustancia gozante es una modificación del dualismo cartesiano, de esas res cogitans y res extensa que dominan la ciencia moderna. Es la sustancia del cuerpo viviente que habla, el pobre en la fiesta del epígrafe.

La fórmula cartesiana je pense donc je suis (yo pienso, entonces yo soy), le permite a Lacan, por una aliteración o retruécano, cambiar las consonantes de lugar y arribar a je pense donc se jouit (yo pienso, entonces se goza). Este “se goza” o se jouit reformula el estatuto del inconsciente freudiano, que ya no está más encerrado en la sustancia pensante sino desplegado en todo el cuerpo como materialidad significante.


Cuando Descartes enuncia “pienso, luego yo soy”, cierra o clausura algo que va a surgir dos siglos después y que se llama el inconsciente. Descartes postula un sujeto agente que es correlato de su pensamiento y que además es transparente a sí mismo; la sustancia gozante, correlato del inconsciente y de un sujeto intransparente, es dit-mensión; dicho de otro modo su referencia es el lenguaje. Lacan formula expresamente que el sujeto no es el que piensa y esto tiene su aplicación en el dispositivo freudiano, que invita a hablar sin pensar. Sólo al dejar de pensar es posible decir. 

La sustancia extensa es el espacio moderno, a ubicar en el registro imaginario (el que surge del estadio del espejo). Este espacio no tiene nada de empírico o de objetivo: es el espacio a priori de kant, con el que nos representamos el mundo y  a nosotros mismos. 

Ese espacio imaginario está fundado en la separación entre un exterior y un interior cuyas fronteras ahora sabemos que son frágiles; es una sugestión del cuerpo especular. Además  se divide a sí mismo en partes: partes extra partes, decía Descartes, lo que significa que ninguna de esas partes ocupa el lugar de otra, que cada una es exterior a las otras.

Entonces, ¿qué hacer con los síntomas que no encajan en el dualismo cartesiano? postulamos la sustancia gozante; es la suposición del que hay un goce del cuerpo, genitivo subjetivo y objetivo. Es correlativa del lenguaje y de lalangue cuyas resonancias afectan el cuerpo; la pulsión consiste en esas resonancias.

El goce es un exceso en relación a la energía biológica y también en relación a lo que Freud llamó placer. Es un excedente en relación a la homeostasis o al equilibrio. No hay equilibrio en el goce; por el contrario hay dolor, gasto, crecimiento, sin llegar a lo intolerable porque el principio del placer le pone un límite o una barrera.

Lacan había dicho, en 1964, que la libido es un espectro de la vida que se fugó por culpa de la reproducción sexuada: es el mito de la laminilla, vida que se reproduce a sí misma. Hay un parentesco entre esta suposición de una sustancia gozante, correlacionada con lalangue a la altura del seminario 20, y este mito de la laminilla a la altura del seminario 11. 

Recordemos también que del goce no se puede hacer una abstracción intelectual o un concepto, porque se experimenta en tiempo presente y de una manera material, sensible, que tiene que ver con los órganos de los sentidos; sonidos, ecos, resonancias, olores, sabores, todo lo que se mezcla con la adquisición del lenguaje al principio de la vida. El goce es cuerpo significantizado.


9

El descubrimiento que Freud hizo de las leyes del inconsciente y de la formación de los síntomas, junto con la terapéutica ad-hoc, pudo más que su formación en medicina y neurología: logró correrlo de la posición de dominio del discurso médico, tan poderoso y difícil de desmontar. O tal vez habría que decir que la  excepcional capacidad de Freud para postergar el anhelo de ser uno-consigo-mismo que es la pasión de la neurosis, lo condujo a salir del discurso médico para mirar qué había más allá de él, volviendo posibles sus descubrimientos.

Desde esa posición dividida desde la cual escuchó a sus propios síntomas y sueños y a los de sus pacientes,  intervino también en la disputa acerca de si un no-médico podía conducir análisis, practicar como psicoanalista. La postura de Freud es clara y tajante en este punto: no sólo defiende el análisis “laico”, quiere también “proteger al análisis frente a los médicos” (carta al pastor Pfister de 1928; así como protegerlo frente a los sacerdotes, dice refiriéndose a Porvenir de una ilusión).4

Cuando, al contrario del ejemplo que nos dio Freud, hay un rechazo a admitir la propia división, se presenta un semblante exagerado de saber sin fisura; y aunque en el fondo este semblante no sea creíble sigue siendo solicitado por aquel que está en posición de paciente. Eventualmente por todos nosotos entonces. Porque ese semblante de saber sin falla calma la sed de garantía y en ese sentido adormece el sufrimiento, la inquietud del deseo y la irrupción de angustia. Su problema es que también instala en la enfermedad, la vuelve más durable o más rebelde a las intervenciones.

A la inversa y dentro de la experiencia que es la nuestra, relacionarse con la falta del otro, con su no saber, con su posible vacilación y con su vaivén entre aciertos y equivocaciones, índices del deseo, posiciona al sujeto de otra manera. Le permite volverse hacia la propia responsabilidad en lo que no sabe, o sea en lo inconsciente.

Ahora bien, sucede que el saber centífico, y por consiguiente el médico, no pueden renunciar a su finalidad de prevenir los sucesos y el comportamiento de los fenómenos, y por eso expulsan a la periferia todo lo imprevisible, lo aleatorio o lo contingente. En esa periferia se ubica el psicoanalista, que al enfrentarse a trayectos que no pretende saber de antemano, le hace lugar a un cuerpo hecho de sustancia gozante.


10

El psicoanálisis tiene una gran fuerza teórica, anudada a una gran eficacia clínica; esta eficacia  se olvida cuando se le objeta con mucha liviandad que no soluciona los problemas rápidamente, cuando lo primero que constatamos en un análisis que recién empieza es el alivio de los síntomas. Si un psicoanálisis dura mucho es porque el sujeto analizante descubre que puede encontrar mucho más que eso. 

Hoy como antes, el psicoterapeuta que no es psicoanalista puede “complementar” al médico, puede servir a su mismo proyecto tomando a su cargo todo lo que el médico se ve obligado a dejar afuera porque no forma parte de su discurso propio. El psicoterapeuta puede sostener la ilusión de la interdisciplina, que consiste en una suma de puntos de vista y  de esfuerzos que tienen como aspiración el Todo.

Pero el psicoanalista no estará nunca en esa posición de complemento de la finalidad médica, porque el corte epistemológico que produjo el psicoanálisis respecto de cualquier otro abordaje lo separa sin remedio de cualquier proyecto colaborativo entre diferentes campos de saber. El psicoanálisis fractura el saber dominante: encuentra otro saber (el saber inconsciente) que no es el de la Razón moderna.

Lo que se llama “causa psicológica” de los síntomas no sirve en absoluto de contrapeso a la causa somática, como creen el psicoterapeuta y el médico. Lo que se denomina causa psicológica es algo frágil, precario, rebatible: no dice nada.

Pero pese a esta precariedad del estatuto de la causa psicológica, la psicología está mucho más cómoda en el seno del discurso médico que en el del psicoanálisis, porque este último es epistemológicamente tan opuesto que es impensable una integración cualquiera de su discurso en el discurso del médico.


11

Así como la ciencia modifica lo real (que para ella podría llamarse “naturaleza”) al introducir en él la acción del significante -números, medidas, fórmulas algebraicas, que es con lo que la ciencia trabaja-, y después tiene que actuar sobre los efectos secundarios y reaciones adversas de esa intromisión en lo real, otro tanto ocurre con la medicina científica que penetra con sus aparatos significantes en un organismo al que quiere curar y en muchos casos vulnera.

Problema sostenido en un gran malentendido: se cree que la ciencia está necesariamente más adelante cada día que pasa, que la razón es un faro que ilumina campos que están siempre en progresión. Ahora bien, el progreso es una cosa innegable pero no es eterno, dura hasta que un nuevo paradigma científico viene a reemplazar al anterior. Ocurre que nuestra vida a veces no alcanza para ver ese cambio de paradigma. Por ejemplo, el paradigma de Copénico, heliocentrista, reemplazó al paradigma de Tolomeo, geocentrista; pero cada uno de ellos era verdadero mientras estaba en vigencia. Mucho más acá en el tiempo, el paradigma de la relatividad reemplaza al paradigma newtoniano, y ambos son verdaderos en el tiempo en que están vigentes. Sin embargo en el tiempo de apogeo de una ciencia, el progreso produce una fuerte creencia religiosa que no permite cuestionar  sus fundamentos. 

La ficción científica de que el saber es cada vez más afinado, de que los errores son progresivamente corregidos, oculta la evidencia de que hay muchos falsos saberes en circulación, tanto hoy como hace siglos. Estos falsos saberes tienen mucha efectividad ya que algo que se instala como saber la tiene de por sí, independientemente de su verdad o falsedad.

De ahí la férrea defensa de los saberes establecidos; sin embargo, no hay que perder de vista que esos saberes fueron establecidos de acuerdo a un modelo que tiene fecha y que rompió con los conocimientos que se creían más consistentes, anteriores a los suyos, así como tener en cuenta que ese modelo no será el último. La defensa del saber establecido deja como en penumbras a todo lo que no entra en el sistema, porque podría socavar la respetabilidad de lo científico.

No hay un modelo de ciencia que durará para siempre sino que hay ciencias en plural; la ciencia no tiene ni tendrá jamás una definición unívoca. Y los gusanitos de las rupturas de paradigma se esconden en el saber que parece más inconmovible. 

Una vez terminada la edad media, la razón es el nuevo Dios y en esa ciencia moderna está metida de lleno la medicina desde que es científica; a esa ciencia se la ha convertido rápidamente en una “religión” que demasiados médicos no quieren desmentir como tal y demasiados pacientes necesitan para calmar su angustia frente al desamparo.

Los acontecimientos ocurren, se ordenan, se entraman, y establecen relaciones unos con otros, de acuerdo con el discurso que está en acción en un momento dado. Un cambio de discurso trae consigo la emergencia de acontecimientos inesperados, y  también un nuevo tejido de causas y relaciones que inciden en el modo de acomodarse de los sucesos, como si fuera una nueva fase de caleidoscopio.

El discurso médico, que excluye el decir del portador de los síntomas, produce un entramado de acontecimientos distinto de aquel que sí incluye el decir del enfermo o del portador de síntomas. En esa serie de sucesos o acontecimientos entramados está la enfermedad misma y su posible devenir.

No hay nada mágico en esto, tiene que ver simplemente con la fuerza transformadora del lenguaje sobre lo que el lenguaje mismo, parasitando el cuerpo, produce. No fue otro el descubrimiento de Freud.

La pregunta del psicoanalista, que apunta al pormenor, al detalle, a particularizar, es lo que permite saber por qué o cómo alguien sufre, goza, siente placer; en este sentido siempre es preferible que el propio consultante nos proporcione una teoría explicativa de sus síntomas, ya sea que la traiga hecha o que la invente en el momento.

El acto médico podría renovarse para dejar de ser autoritario en la medida misma en que detenta el saber y el poder frente al paciente, si dejara entrar la subjetividad de este último. Es lo que propone Lacan con la apelación en su conferencia a escuchar la demanda, que tiene sus raíces en lo inconsciente, que no es la demanda explícita de ser curado. Escuchar las dudas, las expectativas, el miedo, el deseo, la angustia, las satisfacciones. Clavreul no parece tan optimista cuando nos dice que el discurso médico no puede ser de otro modo que como es.


“Lo que así se presenta, se presenta como pobre en la fiesta en la que el cuerpo irradiaba recién por estar enteramente fotografiado, radiografiado, calibrado, diagramatizado y posible de condicionar, dados los recursos verdaderamente extraordinarios que oculta, pero quizá, también, ese pobre le aporte una posibilidad que vuelve de lejos, a saber del exilio a donde ha proscrito al cuerpo la dicotomía cartesiana del pensamiento y de la extensión, la cual deja caer completamente de su aprehensión lo que es, no el cuerpo que ella imagina, sino el cuerpo verdadero en su naturaleza”. 


J.Lacan. Psicoanálisis y Medicina. 1966


La medicina científica nació, en su condición de científica, del abandono de las explicaciones religiosas y de la búsqueda estricta de un saber que conectara causas y efectos presentes en la naturaleza.

Esto la vuelve restrictiva en su acción. No es sólo que rechace el oscurantismo de la magia y de la religión: no podrá en adelante conectar a las enfermedades con el duelo, el traumatismo, el mal encuentro, el desamor en la crianza o el exceso de goce, por nombrar unos pocos ítems. Estas consideraciones, si las hubiera, arrasarían automáticamente con su estatuto científico, o dicho de otro modo, dejaría de ser “medicina”. Todo lo anterior no entra dentro de su discurso propio. 

Sin embargo conviene no olvidar que la Clínica excede ampliamente a la clínica médica. La clínica incluye todo síntoma, dolencia, malestar, disfunción o la llamada enfermedad. Y ya no es posible sostener esa endeble división entre somático y funcional con  que los médicos trataron de apartar de su campo lo que no entendían.

El materialismo científico obliga al discurso médico a cerrarse sobre él. El organismo es materialidad que sabe e informa, lo etiológico se afinca sobre esa materialidad y sobre ella la medicina actúa.

Pero el cuerpo, que no es el organismo, está compuesto en una parte importante por lo que aquel que padece un síntoma dice de él, teniendo en cuenta que la enfermedad que lo afecta ha venido a habitar en una mixtura de organismo y lenguaje. Eso es lo que cabalmente se llama “cuerpo”, mientras que el organismo está perdido como tal.


2

J. Clavreul hacía notar en ya 19781 que poner el acento en que la medicina es un discurso (o un “orden”, como dice él), nos coloca a los psicoanalistas en otro lugar que en el de la ciencia, para poder hacer su crítica; crítica de los límites de la ciencia positivista y crítica del orden médico que está de lleno en la ciencia positivista. 

Porque, entre otras cosas, sumergir a la medicina en la ciencia imperante es confundir objetividad y exactitud con verdad, y para el psicoanálisis la verdad es otra cosa. La verdad está en la enunciación del sujeto que habla de su padecimiento, que es muy precisamente lo que el médico científico omite, actuando en el marco de la hegemonía epistemológica que tiene como modelo a la biología.

Habría medicinas, en plural, medicinas antiguas, medievales, medicinas americanas de antes de la conquista, y medicinas contemporáneas pero no occidentales, todas ellas con un cierto grado de eficacia que la Medicina, o sea el discurso imperante acerca de ella, no puede ni quiere tomar en cuenta porque, simplemente, esas otras medicinas se caen del paradigma. No vale la pena reprochárselo porque es como es, dentro de su discurso propio, para lo bueno y para lo malo; no podría abandonar ese discurso sin dejar de ser medicina.

Según J. Clavreul la filosofía positivista barrió con la historia de la medicina, es decir con las condiciones contextuales de cada descubrimiento y también con los períodos estériles en que no había nuevos descubrimientos. Esta prescindencia de la historia vuelve a los avances médicos un producto de la buena fortuna (pero de esa buena fortuna que depende del azar, ya que hay otra que depende del deseo) o del genio del descubridor. Y sin embargo no es posible considerar una ciencia que se agota en su propia metodología y que no tiene en cuenta las condiciones sociales, históricas, económicas, geopolíticas, poblacionales, etc. etc.

Queda entonces el discurso médico separado de todo contexto, y la estructura de este discurso consiste en cortar o recortar un objeto artificial llamado enfermedad, de las relaciones entre el médico y el enfermo por una parte,  y entre el enfermo y sus síntomas por otra. Esto vuelve a la medicina totalitaria y paradójicamente religiosa; pero sobre todo, al enfocar todas sus luces en el objeto enfermedad, pierde información por otro lado, y como ese lado queda en sombras, la medicina se vuelve ineficaz sin  siquiera darse cuenta.

La medicina ataca al objeto enfermedad para curarla, y todo lo que ocurre en las relaciones mencionadas entre el médico y el enfermo y entre el enfermo y sus síntomas, por  haber sido expulsado, retorna por otro lugar en forma de más enfermedad, o de una nueva enfermedad.


3

La enfermedad es considerada por el orden médico como una excrecencia, un cuerpo extraño, en el sentido de que no quiere ser reconocida  como inherente a la vida aunque se sabe que lo es. El enfermar es en esta concepción una anomalía que viene del Otro, un castigo, un mal azar; a la cual hay que combatir con las armas puras de la razón científica, sin interrogarla nunca en el seno de una historia particular y de una relación entre el cuerpo y el lenguaje que es propia del animal humano.

Tomada por este sesgo, la medicina se vuelve ineficaz cuando sobrediagnostica. Cuando aprovechando los recursos que el progreso tecnológico le da a manos llenas, como dice Lacan en Psicoanálisis y medicina2, multiplica la cadena de medios de búsqueda: eso que se llama prevención secundaria, que tiene por efecto la posibilidad de sobre-medicalización. La sobre-medicalización quiere decir la entrada de una persona sana en el circuito creciente de especialidades médicas. 

Esta sobreactuación médica lleva a encontrar alteraciones que si no se hubieran descubierto podrían haber permanecido en estado de latencia durante toda la vida de la persona. También ocurren episodios únicos (convulsiones, por ejemplo) que podrían seguir siendo únicos, lo que nunca se sabrá si el paciente es obligado a medicarse “de por vida” con una droga neurológica que no es precisamente inocua. También las cirugías innecesarias escapan a todo control externo al propio discurso médico.

Entonces, la inmersión de la medicina en la ciencia moderna desvinculó al sujeto de su enfermedad. Y por lo tanto la medicina cura una patología, pero el sujeto expulsado retorna en otra; es un callejón sin salida, y no habrá aparatosa y costosísima maquinaria preventiva que pueda disminuir el enfermar si el sujeto no se hace presente con su historia, sus significantes, sus zonas erógenas,  su cuerpo marcado libidinalmente por el lenguaje de una manera específica.


4

Sucede que el médico no aborda un organismo, como se cree; y en este aspecto las metáforas maquínicas del cuerpo (el cuerpo como máquina) no hacen más que resaltar su cualidad de artificio significante. Pero además el médico se enfrenta, aunque no quiera, con un cuerpo en el sentido cabal en que lo entiende el psicoanálisis, una sustancia viva que está marcada por el lenguaje de tal forma que por encima de la fisiología animal sobresalen el deseo y el goce.

El médico está frente a este cuerpo, pero ignora estas dimensiones marcadas por el lenguaje; lo fija en cuadros estáticos que le proporcionan los medios tecnológicos, además de dividirlo en partes cada vez más numerosas que son tratadas por las especialidades, divorciadas del conjunto. 

Desde siempre los avances de la ciencia obligan a los científicos a responder por los efectos no deseados o francamente dañinos de esos avances; las nuevas armas para la guerra, los cambios climáticos, los daños en el planeta. Pero curiosamente, en el terreno de la medicina parece que todo fuera bueno y santo; el científico puede quedarse tranquilo con su conciencia como si todo el uso de la ciencia por parte de la medicina fuera moral. 

Aclaro que no hablo de las manipulaciones genéticas y otras prácticas peligrosas sobre la vida, la sexualidad y la muerte que son discutidas por los propios cientificos; me refiero a la medicina común y corriente, con sus aparatos de diagnótico y prevención, con su manera de prescindir de la anuencia o del consentimiento de los enfermos, con la producción solapada de enfermedades donde no las había y con la manipulación económica de prácticas innecesarias y medicamentos prescindibles.

En otras palabras, el científico investigador no se preocupa de la práctica cotidiana del médico, no ve ahí más que un sacerdocio a favor de la salud. ¿Por qué? porque la nocividad de la práctica médica moderna está oculta. 

Se oculta detrás del personaje del médico, anacrónico pero presente; se oculta detrás de la enorme maquinaria de ganancias que genera; y se oculta también detrás de la ignorancia perpetuada por la estructura misma del discurso médico, en todos nosotros: médicos, pacientes, y hombres y mujeres de ciencia.


5

Esa ciencia nuestra, en la que se inscribe la medicina, funciona a condición de simular que no hay falla en el saber, que el saber es totalizable al horizonte, y que hay acumulación y progreso de saber. Y por eso el afecto de la angustia, único que emana de la falla real que afecta al saber, es pospuesto para más adelante. En consecuencia el deseo, tal como lo entendemos en el discurso analítico, es aplastado.

Pero nosotros sabemos que es el deseo, junto a la potencia de acto que posee la angustia,  los que podrían imprimir un cambio en el padecimiento del cuerpo que no provenga de una sobreactuación médica sobre ese cuerpo.

En el fondo el problema es quién tiene la propiedad del saber sobre el cuerpo. Para ser su propietario, forzosamente el médico tuvo que despojar de ese saber al consultante. Que es el dueño del cuerpo.

Clavreul afirma que el médico es un déspota esclarecido: quiere decir que solamente su saber permite obtener la curación. Tomando como ejemplo a la especialidad psiquiátrica, he vistoal psiquiatra descalificar al psicoanalista que daba cuenta de la merma de un delirio por una intervención cuyo único (y poderoso) medio era la palabra. Afirmando con mucha autoridad que sólo un medicamento es capaz de reducir un delirio o una alucinación, jamás una intervención hablada. Todo esto mientras el auditorio interdisciplinario guardaba silencio.

Era frecuente, en la época de la conferencia de Lacan, que el psicoterapeuta fuera el auxiliar del médico, que lo llamaba a su lado como un complemento a su intervención, la única científicamente válida, que es intervención sobre la materia: la materia, diría yo, es el fetiche de la razón. Es decir, lo somático, y la acción clínica sobre él.

La otra materialidad, la materialidad del significante, a pesar de estar entretejida en ese “somático” hasta subvertirlo y desviarlo de sus funciones naturales, sigue sin ser tenida en cuenta en el discurso médico y en la ciencia positivista en general.

El miedo, y sobre todo el miedo que cierto discurso instala, impide a hombres y mujeres atenerse con más amplitud a su propio criterio acerca de lo que sienten, preguntarse qué grado de incomodidad real les produce una afección cualquiera y si vale la pena aceptar un tratamiento o una intervención que se impone como un protocolo absoluto y no relativo; en este sentido, el saber médico es totalitario.

Cuando la enfermedad se entifica y se considera independiente de quien la porta, la sufre y la describe en sus síntomas, se vuelve un cuerpo extraño que hay que eliminar, y se hace de cuenta que esa operación de eliminación no deja ninguna huella. El acto médico se asienta ideológicamente en una restitución al un estado anterior de normalidad que es imposible.


6

Un problema que trae la posición pasiva del enfermo ante la enfermedad, es la mentira por parte de los agentes médicos. La mentira lisa y llana o la atenuación mentirosa de la verdad son demasiado bien tolerados por el público, cuando deberían constituir un escándalo en la medida en que vulneran un derecho, alimentan falsas esperanzas y subestiman la libertad de cada cual de decidir sobre su vida con todos los datos necesarios. Pero hay que decir que en un número importante de casos el médico se miente también a sí mismo, porque hay una tendencia a empujar siempre más adelante una no-resolución favorable de la enfermedad, porque así está impreso en la ideología médica: callar e intervenir “positivamente” hasta lo último, es decir hasta la muerte misma. Dicho esto, muchas veces la mentira es flagrante y no forma parte de lo que el médico se dice a sí mismo sino sólo de lo que le dice al paciente.

Un análisis no comienza por una mentira pero sí  por un malentendido de estructura respecto del saber y de la garantía, puestos en el analista como se ponen en el médico o en cualquier otro al que demandemos ayuda cuando ya no podemos más con algo. Pero la enorme diferencia con el discurso médico es que el malentendido está, de entrada, no para ser perpetuado sino desmontado, en cada intervención y cada acto analítico: en eso consiste el recorrido analítico mismo, en deshacer el malentendido de la transferencia. 

Por eso es tan importante que el médico o el psicólogo, si es que eligieron el oficio de analistas, se despojen del ropaje de médico o de psicólogo; y no hay medias tintas en el asunto: si vamos a sostener un semblante de saber profesional que cargue el peso de la transferencia exclusivamente sobre  el consultante, mientras del otro lado sostenemos una experticia sin división subjetiva, se termina con la posibilidad de que esa práctica se llame psicoanálisis, aunque siga queriendo llamarse así.


7

Abordando ahora el tema desde el ángulo de la psiquiatría, digamos que la clasificación  del DSM IV consiste en enumerar una serie de comportamientos como si fueran patologías, siempre en relación con un medicamento ofrecido por el mercado. El riesgo, constatado en los últimos 30 años, es el borramiento de las fronteras entre lo normal y lo patológico; la denominación misma de “trastorno” lo permite. Por eso aumenta geométricamente la cantidad de personas que tienen algún cuadro mental, medicadas con antidepresivos fundamentalmente, y con ansiolíticos. Toda esta invención de nuevas enfermedades está comprobada como un gran negocio de la industria farmacéutica. 

Es alarmante dentro de este marco la patologización de la infancia;  por ejemplo, la lista de trastornos del llamado espectro autista, donde entra toda una serie de conductas infantiles que no corresponden al autismo en sentido estricto. En niños de muy corta edad se diagnostican así trastornos incurables, que tratan el síntoma con medicamentos y donde las dos cosas, diagnóstico y medicamento, marcan la vida del futuro adulto para siempre.

En los adultos el llamado trastorno bipolar es una etiqueta en la que cabe todo junto, psicosis, neurosis, fobias, cuadros transitorios o crónicos. Se diagnostica respondiendo a cuestionarios, acerca de si una conducta aparece poco, más o menos o mucho, lo cual es un criterio estadístico a-científico. 

El diagnóstico tiene por efecto fuerte el cerrar y el encerrar. Cerrar la puerta a consideraciones individuales, personales, subjetivas y de todo lo que no se deja clasificar porque no es ni compartible ni conceptualizable, y que el discurso médico cree que carece de peso en la consideración de lo que provoca síntomas. Y encerrar en un protocolo ya instituído de prácticas y de tratamientos medicamentosos. El diagnóstico predica, da un nombre, un ser, uniforma. De esa manera restringe la posibilidad de acción.

Ya no es posible pensar que el hecho de diagnosticar es inofensivo, y que los exámenes destinados a ello también lo son, cuando sabemos que un seguimiento, no transversal sino longitudinal del enfermar y de la enfermedad demuestran lo contrario: que el dianóstico, así como los exámenes diagnósticos, no son inocuos. Además la enfermedad se le vuelve extraña a quien la padece, y  si bien esta sanción del Otro alivia al que sufre, porque le quita responsabilidad sobre lo que le sucede, lo hace al precio no dejarlo apropiarse de sus síntomas. El discurso analítico en cambio juzga imprescindible esta apropiación de los síntomas para poder reescribir el curso de los acontecimientos.

En nuestro propio campo clínico, la clasificación en cuadros, el diagnóstico y cualquier otra generalización, significa abandonar momentáneamente el discurso analítico sin ningún beneficio para la dirección de la cura. Lacan hablaba aún de sujeto obsesivo o histérico durante los 10 primeros años de su seminario, y progresivamente fue dejando caer estos predicados del sujeto al que intentó hasta el final reformular, en primer lugar despojándolo progresivamente de todos sus atributos salvo el de dividido.


8

En Encore, a fines del ‘723, Lacan se pregunta dónde encasillar a la sustancia gozante si no es en lo pensante o en lo extenso. La sustancia gozante es una modificación del dualismo cartesiano, de esas res cogitans y res extensa que dominan la ciencia moderna. Es la sustancia del cuerpo viviente que habla, el pobre en la fiesta del epígrafe.

La fórmula cartesiana je pense donc je suis (yo pienso, entonces yo soy), le permite a Lacan, por una aliteración o retruécano, cambiar las consonantes de lugar y arribar a je pense donc se jouit (yo pienso, entonces se goza). Este “se goza” o se jouit reformula el estatuto del inconsciente freudiano, que ya no está más encerrado en la sustancia pensante sino desplegado en todo el cuerpo como materialidad significante.


Cuando Descartes enuncia “pienso, luego yo soy”, cierra o clausura algo que va a surgir dos siglos después y que se llama el inconsciente. Descartes postula un sujeto agente que es correlato de su pensamiento y que además es transparente a sí mismo; la sustancia gozante, correlato del inconsciente y de un sujeto intransparente, es dit-mensión; dicho de otro modo su referencia es el lenguaje. Lacan formula expresamente que el sujeto no es el que piensa y esto tiene su aplicación en el dispositivo freudiano, que invita a hablar sin pensar. Sólo al dejar de pensar es posible decir. 

La sustancia extensa es el espacio moderno, a ubicar en el registro imaginario (el que surge del estadio del espejo). Este espacio no tiene nada de empírico o de objetivo: es el espacio a priori de kant, con el que nos representamos el mundo y  a nosotros mismos. 

Ese espacio imaginario está fundado en la separación entre un exterior y un interior cuyas fronteras ahora sabemos que son frágiles; es una sugestión del cuerpo especular. Además  se divide a sí mismo en partes: partes extra partes, decía Descartes, lo que significa que ninguna de esas partes ocupa el lugar de otra, que cada una es exterior a las otras.

Entonces, ¿qué hacer con los síntomas que no encajan en el dualismo cartesiano? postulamos la sustancia gozante; es la suposición del que hay un goce del cuerpo, genitivo subjetivo y objetivo. Es correlativa del lenguaje y de lalangue cuyas resonancias afectan el cuerpo; la pulsión consiste en esas resonancias.

El goce es un exceso en relación a la energía biológica y también en relación a lo que Freud llamó placer. Es un excedente en relación a la homeostasis o al equilibrio. No hay equilibrio en el goce; por el contrario hay dolor, gasto, crecimiento, sin llegar a lo intolerable porque el principio del placer le pone un límite o una barrera.

Lacan había dicho, en 1964, que la libido es un espectro de la vida que se fugó por culpa de la reproducción sexuada: es el mito de la laminilla, vida que se reproduce a sí misma. Hay un parentesco entre esta suposición de una sustancia gozante, correlacionada con lalangue a la altura del seminario 20, y este mito de la laminilla a la altura del seminario 11. 

Recordemos también que del goce no se puede hacer una abstracción intelectual o un concepto, porque se experimenta en tiempo presente y de una manera material, sensible, que tiene que ver con los órganos de los sentidos; sonidos, ecos, resonancias, olores, sabores, todo lo que se mezcla con la adquisición del lenguaje al principio de la vida. El goce es cuerpo significantizado.


9

El descubrimiento que Freud hizo de las leyes del inconsciente y de la formación de los síntomas, junto con la terapéutica ad-hoc, pudo más que su formación en medicina y neurología: logró correrlo de la posición de dominio del discurso médico, tan poderoso y difícil de desmontar. O tal vez habría que decir que la  excepcional capacidad de Freud para postergar el anhelo de ser uno-consigo-mismo que es la pasión de la neurosis, lo condujo a salir del discurso médico para mirar qué había más allá de él, volviendo posibles sus descubrimientos.

Desde esa posición dividida desde la cual escuchó a sus propios síntomas y sueños y a los de sus pacientes,  intervino también en la disputa acerca de si un no-médico podía conducir análisis, practicar como psicoanalista. La postura de Freud es clara y tajante en este punto: no sólo defiende el análisis “laico”, quiere también “proteger al análisis frente a los médicos” (carta al pastor Pfister de 1928; así como protegerlo frente a los sacerdotes, dice refiriéndose a Porvenir de una ilusión).4

Cuando, al contrario del ejemplo que nos dio Freud, hay un rechazo a admitir la propia división, se presenta un semblante exagerado de saber sin fisura; y aunque en el fondo este semblante no sea creíble sigue siendo solicitado por aquel que está en posición de paciente. Eventualmente por todos nosotos entonces. Porque ese semblante de saber sin falla calma la sed de garantía y en ese sentido adormece el sufrimiento, la inquietud del deseo y la irrupción de angustia. Su problema es que también instala en la enfermedad, la vuelve más durable o más rebelde a las intervenciones.

A la inversa y dentro de la experiencia que es la nuestra, relacionarse con la falta del otro, con su no saber, con su posible vacilación y con su vaivén entre aciertos y equivocaciones, índices del deseo, posiciona al sujeto de otra manera. Le permite volverse hacia la propia responsabilidad en lo que no sabe, o sea en lo inconsciente.

Ahora bien, sucede que el saber centífico, y por consiguiente el médico, no pueden renunciar a su finalidad de prevenir los sucesos y el comportamiento de los fenómenos, y por eso expulsan a la periferia todo lo imprevisible, lo aleatorio o lo contingente. En esa periferia se ubica el psicoanalista, que al enfrentarse a trayectos que no pretende saber de antemano, le hace lugar a un cuerpo hecho de sustancia gozante.


10

El psicoanálisis tiene una gran fuerza teórica, anudada a una gran eficacia clínica; esta eficacia  se olvida cuando se le objeta con mucha liviandad que no soluciona los problemas rápidamente, cuando lo primero que constatamos en un análisis que recién empieza es el alivio de los síntomas. Si un psicoanálisis dura mucho es porque el sujeto analizante descubre que puede encontrar mucho más que eso. 

Hoy como antes, el psicoterapeuta que no es psicoanalista puede “complementar” al médico, puede servir a su mismo proyecto tomando a su cargo todo lo que el médico se ve obligado a dejar afuera porque no forma parte de su discurso propio. El psicoterapeuta puede sostener la ilusión de la interdisciplina, que consiste en una suma de puntos de vista y  de esfuerzos que tienen como aspiración el Todo.

Pero el psicoanalista no estará nunca en esa posición de complemento de la finalidad médica, porque el corte epistemológico que produjo el psicoanálisis respecto de cualquier otro abordaje lo separa sin remedio de cualquier proyecto colaborativo entre diferentes campos de saber. El psicoanálisis fractura el saber dominante: encuentra otro saber (el saber inconsciente) que no es el de la Razón moderna.

Lo que se llama “causa psicológica” de los síntomas no sirve en absoluto de contrapeso a la causa somática, como creen el psicoterapeuta y el médico. Lo que se denomina causa psicológica es algo frágil, precario, rebatible: no dice nada.

Pero pese a esta precariedad del estatuto de la causa psicológica, la psicología está mucho más cómoda en el seno del discurso médico que en el del psicoanálisis, porque este último es epistemológicamente tan opuesto que es impensable una integración cualquiera de su discurso en el discurso del médico.


11

Así como la ciencia modifica lo real (que para ella podría llamarse “naturaleza”) al introducir en él la acción del significante -números, medidas, fórmulas algebraicas, que es con lo que la ciencia trabaja-, y después tiene que actuar sobre los efectos secundarios y reaciones adversas de esa intromisión en lo real, otro tanto ocurre con la medicina científica que penetra con sus aparatos significantes en un organismo al que quiere curar y en muchos casos vulnera.

Problema sostenido en un gran malentendido: se cree que la ciencia está necesariamente más adelante cada día que pasa, que la razón es un faro que ilumina campos que están siempre en progresión. Ahora bien, el progreso es una cosa innegable pero no es eterno, dura hasta que un nuevo paradigma científico viene a reemplazar al anterior. Ocurre que nuestra vida a veces no alcanza para ver ese cambio de paradigma. Por ejemplo, el paradigma de Copénico, heliocentrista, reemplazó al paradigma de Tolomeo, geocentrista; pero cada uno de ellos era verdadero mientras estaba en vigencia. Mucho más acá en el tiempo, el paradigma de la relatividad reemplaza al paradigma newtoniano, y ambos son verdaderos en el tiempo en que están vigentes. Sin embargo en el tiempo de apogeo de una ciencia, el progreso produce una fuerte creencia religiosa que no permite cuestionar  sus fundamentos. 

La ficción científica de que el saber es cada vez más afinado, de que los errores son progresivamente corregidos, oculta la evidencia de que hay muchos falsos saberes en circulación, tanto hoy como hace siglos. Estos falsos saberes tienen mucha efectividad ya que algo que se instala como saber la tiene de por sí, independientemente de su verdad o falsedad.

De ahí la férrea defensa de los saberes establecidos; sin embargo, no hay que perder de vista que esos saberes fueron establecidos de acuerdo a un modelo que tiene fecha y que rompió con los conocimientos que se creían más consistentes, anteriores a los suyos, así como tener en cuenta que ese modelo no será el último. La defensa del saber establecido deja como en penumbras a todo lo que no entra en el sistema, porque podría socavar la respetabilidad de lo científico.

No hay un modelo de ciencia que durará para siempre sino que hay ciencias en plural; la ciencia no tiene ni tendrá jamás una definición unívoca. Y los gusanitos de las rupturas de paradigma se esconden en el saber que parece más inconmovible. 

Una vez terminada la edad media, la razón es el nuevo Dios y en esa ciencia moderna está metida de lleno la medicina desde que es científica; a esa ciencia se la ha convertido rápidamente en una “religión” que demasiados médicos no quieren desmentir como tal y demasiados pacientes necesitan para calmar su angustia frente al desamparo.

Los acontecimientos ocurren, se ordenan, se entraman, y establecen relaciones unos con otros, de acuerdo con el discurso que está en acción en un momento dado. Un cambio de discurso trae consigo la emergencia de acontecimientos inesperados, y  también un nuevo tejido de causas y relaciones que inciden en el modo de acomodarse de los sucesos, como si fuera una nueva fase de caleidoscopio.

El discurso médico, que excluye el decir del portador de los síntomas, produce un entramado de acontecimientos distinto de aquel que sí incluye el decir del enfermo o del portador de síntomas. En esa serie de sucesos o acontecimientos entramados está la enfermedad misma y su posible devenir.

No hay nada mágico en esto, tiene que ver simplemente con la fuerza transformadora del lenguaje sobre lo que el lenguaje mismo, parasitando el cuerpo, produce. No fue otro el descubrimiento de Freud.

La pregunta del psicoanalista, que apunta al pormenor, al detalle, a particularizar, es lo que permite saber por qué o cómo alguien sufre, goza, siente placer; en este sentido siempre es preferible que el propio consultante nos proporcione una teoría explicativa de sus síntomas, ya sea que la traiga hecha o que la invente en el momento.

El acto médico podría renovarse para dejar de ser autoritario en la medida misma en que detenta el saber y el poder frente al paciente, si dejara entrar la subjetividad de este último. Es lo que propone Lacan con la apelación en su conferencia a escuchar la demanda, que tiene sus raíces en lo inconsciente, que no es la demanda explícita de ser curado. Escuchar las dudas, las expectativas, el miedo, el deseo, la angustia, las satisfacciones. Clavreul no parece tan optimista cuando nos dice que el discurso médico no puede ser de otro modo que como es.

12 de octubre de 2020